jueves, 29 de mayo de 2008

DE LA LENIN. CUALQUIER SEMEJANZA....

Hoy Penultimos Dias, colgó esta sugerente autoconfesión de un ex estudiante de la Lenin. A mi me viene como anillo al dedo para seguir insistiendo en la generacion Rico y Sabroso. Usted dirá.

Enviado por Redaccion el 28/12/2002 14:27:54 (305 Lecturas)

por: Quientusabes - Tomado del Libro de Visitas de lalenin.com - Fecha: 10 de abril de 2002

Yo confieso - No sin cierta tristeza, y después de someterme al más exigente y riguroso examen de conciencia que jamás un hombre se hizo a sí mismo, debo admitir que me queda grande el oficio de intelectual moderno. No ha sido mía toda la culpa. Hice todo lo posible por entrar en el selecto grupo de librepensadores de mi generación, y desde que me dejaron llegar a casa después de las 12 de la noche, frecuenté todos los sitios habaneros donde se fumara marihuana, se hablara mal del gobierno y se analizara en detalle la estructura de El ciudadano Kane, por ese orden...
Ha sido un esfuerzo del todo estéril. No he conseguido otra cosa que meterme en camisa de once varas, verificar mi ineptitud para ganarme el pan con el intelecto o conseguir una credencial para un Festival de Cine de La Habana.

Desde niño me encantó la pelota, no así jugar al taco de cuatro esquinas, algo que me parecía de lo más vulgar y peligroso por el tráfico, y porque un taco es uno de los 3427 objetos capaces de sacarle un ojo a uno. En cambio mi instinto me decía que debía sentarme a ver cuanto Teatro ICR se pasara por el Canal 6, (el 2 no me gustaba porque siempre estaba allí Nela del Rosario, con aquella bobería de un mal gusto del carajo), y así conocí a Consuelo Vidal en la piel de Yerma, (ahora está lo que queda de ella en su propia piel, gracias a la crueldad implacable del almanaque), a Odalys Fuentes en sus infinitos papeles de guajira bruta, (o sea, haciendo de herself), a Gina Cabrera antes de ser carne de electroshock, a Raúl Selis, a la familia Martínez Casado, a Elena Bolaños (esa mujer siempre me daba la impresión de que lavaba para la calle), a Carlise Novo (¿fue en realidad la modelo de la bailarina de piedra de Tropicana?) a Rosario Carmona, a los Pous vivos o muertos (gracias a los vídeos de archivo que legó Pumarejo), a los Enriques (Santiesteban, Arredondo y Almirante), y a todos los demás que ya saben, porque la mayoría de los que me leen ya estaba en la secundaria, en la UMAP o en el Combinado del Este.

Alterné mi incipiente autodidactismo con una melomanía autoimpuesta, que me llevó a oír con mi abuela todas las tardes, sentado en un banquito, Una hora con Barbarito Diez por Radio Progreso, pasando de La Gran Aventura de La Humanidad, que esa sí que no me la metía aunque me tentaran con un puesto en la UNEAC. A eso le añadí grandes dosis del Benny, Rita, el Bola (tampoco sabía lo suyo), toda la guajirada, desde Celina hasta el Jilguero de Cienfuegos pasando rápidamente por la familia Veloz, tríos y dúos de ambos sexos, (para mí las Hermanas Martí eran las mejores, pero no sé por qué siempre Eva Rodríguez las anunciaba en Juntos a las 9 haciendo una mueca entre de compasión y de asco) todos los conjuntos y orquestas desde Peyo (heredé de mi padre autógrafos de 5 de sus 18 rubias, mi padre era un sátiro), hasta la Riverside incluyendo a La Aragón, Pacho, Los Latinos, Los Van Van, Los Papines y todo el elenco. Me aprendí a María Teresa Vera, a Vicentico Valdés, a Moraima (era mi vecina y más de una vez le resolví Coronilla de contrabando, a ella sí la echo de menos), a Elena, a Omara (¿por fin era o no del G2?) a Nina y Alberto, a Rosell y Cary, a la Remolá y a la Borja, a Clara con Mario, (lo de él si era un secreto a voces), a Héctor Téllez y Miguel Angel Piña, a Alfredo Martínez, al trío Leonor - Mirta - Raúl en todas sus combinaciones de duetos, a María Elena Pena, a Merceditas y a Celeste, a Ela Calvo, (me gustaría saber si pudo chapistearse la dentadura) y a toda la plantilla de la Antonio María Romeu y la Adolfo Guzmán, (por cierto, los Guzmanes fueron una escuela insustituible para mi formación musical, y no se rían).

Asistí a todos los recitales de poesía de Carilda Oliver Labra, (aunque jamás le presté atención porque me ponía nervioso ver cómo se le movía el labio superior cuando decía me desordeno amor) y a las exposiciones de pintura que se montaron de Servando, Amelia, Mariano, Portocarrero, y aquel negrito cojo que pintaba en directo gente encueros con bolitas de colores.

Mientras tanto también asalté la biblioteca de mi abuelo materno (porque el paterno sólo tenía un libro, y cuando lo abrías lo que encontrabas era un hueco entre las hojas donde escondía un Colt del 38 que no declaró en 1959).

Con los libros de mi abuelo el culto sí que me di banquete de leer cosas difíciles de entender, (la mayoría no he llegado a comprenderlas ni de mayor) y me metía a George Sands, a Bécquer, a Miguel Hernández, a Witman y a Unamuno. Leyendo un poemario de Byron saltaba al Retrato de Dorian Gray, (cuando eso tampoco sabía lo de Wilde), las historias góticas y fantasmagóricas de Kafka (a Lovecraft y a Delert los he conocido después), y de allí a Kant y a Freud, que me encantaba porque me venía que ni pintado para masturbarme, y eso que no traía figuritas.

Ya alternaba la literatura con sesiones en la Cinemateca, por lo que pude tarjetear algunos títulos de Bergman, la colección completa de Marilyn, parte del ciclo de cine negro americano de los 40, algunas películas del neorrealismo italiano y un par de buñueladas de las cuales Tormento fue la que se me quedó, porque la criada que hizo Lola Gaos se llamaba Saturna, que no me digan que no es una chulería de nombre.

Tuve a bien enterarme de quiénes eran Graciella Pogolotti y Melchor Casals (siempre le digo Gaspar Casals, lo confundo con el actor de Teatro Estudio. ¿O el actor es Baltasar?), tomé nota de la identidad de Ambrosio Fornet, y averigüé si podía decirle Pocho en público, (gracias a Dios su hijo se casó con la hermana de un amigo y un día pude gritarle Pocho desde la ventanilla de una 23).

Alterné con gente que había conocido a Reynaldo Arenas (de él sí sabía lo suyo), obligué a Mirta Ibarra a hacerse amiga mía invitándola a sándwiches en la cafetería del Capri, abordé en un velorio a Reynaldo Miravalles y le hice creer que mi padre era su mejor amigo de la infancia, (cosa que estuvo creyéndose hasta que se fue del país, pero me sirvió de puente para conocer en persona a María de los Angeles Santana y asistir con invitación al velorio de Parmenia Silva), conseguí que Abelardo Estorino me tuteara, y que Antón Arrufat (ese genio) admitiera que yo había cambiado su concepción del teatro. Logré que Aurora Pita se enamorara de mí como una posesa, y eso me costó que me persiguiera durante meses por toda la Habana con un ramo de flor de muerto, y aquel perfume ruso que se ponía que vaciaba guaguas enteras. También fui perseguido con saña y fines oscuros por hombres de la talla de Héctor Quintero, Iván Mulkay, Luis Nodal y Sarah González y mujeres del calibre de María Caridad Valdés, Leticia Bustamante y Dora Carcaño.

Tal era mi afán de codearme con la intelectualidad y el arte. Y todo para entrar en el selecto mundo de los que tomaban café en los Jardines de la UNEAC, (que después comprobé que no era muy diferente al café del Carmelo de Calzada o al que preparaba Juana Bacallao en su cuartico de la calle Neptuno).

Estudié Arquitectura, y me preocupé por saber cositas sobre edificios viejos y eso, pa de vez en cuando poner una en los coloquios y en las reuniones, aunque el tema fuera «desafectos al proceso revolucionario». Me acuerdo que si alguien decía: ¡Caballero, lo que han hecho con María Elena Cruz Varela le ronca!, yo apuntaba, ¿María Elena? ¿La que vivía en el edificio art-decó de Galiano? No era mucho, pero más de uno me miraba con cariño.

Con la idea fija de algún día llevar gafas montadas al aire y almorzar con Rine Leal, (algo que conseguí creándole a su esposa, la talentosa e inefable Gilda Santana, una dependencia afectiva que dura hasta hoy, y eso que dicen que la gente del campo es dura de sentimientos), me metí en todo estreno teatral que levantara cortinas en La Habana, y así conocí el teatro de Virgilio, la escuela de esa versión tropical de Lucrecia Borgia conocida como Raquel Revuelta, y las puestas de Vicente (un día me hizo una caída de ojos en La Sortija y no paré de correr hasta el cine Payret), me gasté fortunas comprando entradas de reventa en los Festivales del Monólogo, (porque hasta mis amigos judíos pagaban para entrar en la Comunidad Hebrea) gocé viendo Contigo Pan y Cebolla, temblé con la Santa Camila de Verónica Lynn, lloré de risa con La Noche de los Asesinos, me quedé muerto con Aire Frío, y dormido en Andoba (porque Claxton era mi vecino y hacía lo mismo allí que en su casa), aplaudí Manteca de Alberto Pedro, y ovacioné a Isabel Moreno (ese monstruo irrepetible de la escena) y a Adria Santana por separado sin saber que cometía sacrilegio, me chupé tres veces la trilogía de Carlos Díaz (o sea, que soy de las pocas personas que ha resistido los sonidos de baja frecuencia que emite María Elena Diardes nueve veces sin quedar con problemas auditivos, pero admito que esa sí me gustaba), y asistí a los ensayos de El Público con el solo propósito de disfrutar el caminao lánguido de la Guffanti enfundada en sus vestidos negros.

Después cogí un avión y me fui pa'l carajo, que queda más o menos por aquí por el norte de España. Barcelona ciudad, porque ni muerto me metía en un campo. Uno es indio, pero cosmopolita.

Y me dirán que a qué viene toda esta trova. Y viene porque ayer me senté con cuatro personas en el Café de la Ópera, ahora que queda bien ir allí después de la reapertura del Liceo, (que ha quedado mitad edificio neoclásico, mitad hospital materno infantil del Cotorro; me gustaba más en ruinas, la verdad), y allí, en aquella silla de la terraza de Las Ramblas, quedaron hechas jirones mis pretensiones de llegar a ser alguien en el mundo de las artes y de las letras.

Ya sé, ya sé que me dirán que en España es más difícil porque es en Euros y en la UNEAC era en pesos, pero cada uno tiene que cargar con sus circunstancias. Y yo estaba embarcado porque se me ocurrió venir a guapear a Barcelona, con todo y Gaudí, el modernismo y Josep Tarradellas. Por desgracia los amigos con los que fui se retiraron temprano, porque llovía, y yo (peazo e comemierda otra vez), me quedé hablando con 4 sifrinos que no conocía, sin saber que serían los sepultureros de mi malograda megalomanía.

UNA DIÁFANA DIATRIBA QUE EXPLICA LO INSOPORTABLE QUE PUEDE SER LA LEVEDAD DE ALGUNOS SERES.

Los cuatro individuos y yo charlábamos animadamente sobre el estado actual del Liceo.

La Montse, (O sea, Montserrat. Los catalanes le ponen nombre de loma a algunas mujeres): Pues la verdad que esta fachada ha quedado de un naif que espanta.

El Francesc: ¡Y tanto! Yo lo compararía con lo que hicieron en la fachada sur de Chartres en el 51, ¿No te parece Marc?

El Marc: Hombre, yo no diría tanto. Más bien recuerda las primeras rehabilitaciones que se le hicieron a la La Ronchamp. ¿Te acuerdas Mercé, cuando fuimos el verano pasado?

La Mercé: ¡Qué va Marc, qué va! Lo de La Ronchamp sí estaba completamente desestructurado. Yo creo que aquí ha habido un intento de integrar el modernismo de principios de siglo con ciertas tendencias futuristas, como las de Foster y Gaugin, pero con menos pretensiones en la forma. Vamos, como las primeras cosas de Paul Raferthy, pero con mucho menos escorzo, ¿No te parece Quientusabes?

Me quedé lívido. Puse los ojos en blanco y simulé un asentimiento en negativa (esto es, un sí diciendo que no, que se basa en un movimiento circular de la cabeza en contra de las manecillas del reloj). Mientras tanto, hice lo posible por taparme parte del rostro con lo que me quedaba del pan con butifarra catalana.

Parece que la tentativa los convenció, pues la conversación siguió de lo más animada, para mi desgracia. Recuerden que no llegué a articular palabra.

El Marc: Estoy de acuerdo con Quientusabes. Esto no tiene nada que ver con Raferthy. Es como cuando decían que aquella exposición de Modigliani que hizo temporada en el Miró, era de su época azul, cuando jamás Modigliani tuvo una época azul. Incluso desterró el azul de su paleta desde aquella movida personal cuando se volvió introspectivo y se volcó a los grises y a los ocres.

La Montse: ¿Qué dices Marc, qué dices? ¡No digas jilipolleces tío! Claro que Modigliani tuvo una época azul, ¡y tan azul! No hay más que ver óleos como «El pescador borracho» o guaches como «Concierto en Silencio» para una darse cuenta de que ese hombre adoraba el azul. ¡Y tanto que adoraba el azul...!

La Mercé: Montse nena, estás de atar, ¡decir que Modigliani adoraba el azul! Era un tipo sobrio, existencial y austero, con un dominio tan completo del color que detestaba los primarios. Y más el azul, que asociaba siempre con el Hades y el último viaje de las Parcas...

En ese punto ya yo estaba prácticamente fundido con la silla plástica, y de frente sólo se me veía del primer botón de la chaqueta hacia arriba, o sea, una foto de carné de identidad. Me había comido el pan con butifarra, así que de camuflaje sólo me quedaba la servilleta que había desplegado completamente como la carpa de un circo, extendiéndola lo más que pude entre la mesa y la parte superior de mi frente. Aun así cayó como un rayo abrasador la pregunta que estaba viendo venir, en la aterradora e incisiva voz de pito de la Mercé:

La Mercé: ¿EH QUIENTU, EH, NO ES VERDAD QUE MODIGLIANI JAMÁS TUVO UNA ÉPOCA AZUL?

La verdad es que en medio de mi tormento le agradecí que me achicara el nombre, porque se me hacía que terminaríamos más rápido, así que hice un esfuerzo por articular palabra y dejar ver el segundo botón de la cazadora por encima de la mesa, mientras hacía en 4,3 segundos un barco de papel con la servilleta, que quedó como una cofia de monja medieval.

Me salió una voz como la de Roberta Flack acabada de levantar:

Yo: ...Bueno... azul lo que se dice azul... Modigliani azul azul yo creo que...

El Francesc: Claro tíos claro, es lo que dice el Quientusabes, no hubo tal época azul en Modigliani porque para él el azul era traición al color, por obvio y resultativo. No nos vengan ahora a convencer de algo que ya sabemos de toda la vida, y más tratándose de Modigliani, que no es Chagal...

La Mercé: ¡No, no, y no! ¡A Chagal sí no te consiento que lo metas en esto! Chagal es otra cosa tíos, Chagal es la luz vista desde la oscuridad, Chagal es puro costumbrismo ruso rural. A él no le importaba el color, sólo lo interno, la luz que brotaba de dentro de las cosas, y le daba lo mismo un primario que una degradación de complementarios. ¿No les dice nada El Músico o La Casa Verde? Es una misma intención, un mismo concepto, pero disfrazando la forma. No, a Chagal no.

¡No me lo podía creer! ¡Estaba salvado! La conversación había derivado en Chagal, que hasta hacía sólo tres meses sólo conocía de oídas por la canción de Silvio, pero del que gracias a Dios habían hecho una exposición itinerante hacía poco en La Pedrera (que fui a ver por esas cosas de la vida, y porque al lado estaban vendiendo camisetas de los Beatles), y me había mojado con algunas cosillas que podían ser mi salvavidas en aquel infierno en que me había metido, así que me arriesgué a fracturar el hueso de la pelvis que se había soldado a la silla, volví a convertir la cofia en una carpa de circo y abrí la boca para decir algo, pero fui salvaje e implacablemente interrumpido por la Montse:

La Montse: ¿Qué hablas Mercé por Dios, qué hablas? Decir que Chagal es más que Modigliani es una burrada tía, fíjate como el Quientusabes se ha quedado con esa tontería tuya tía, ¡lo has dejado anonadado! ¡Y no es para menos joder! Chagal era un campesino homosexual, sin instinto ni cultura, carente de conceptualidad artística y sin ninguna formación académica, no hay comparación tía, no hay comparación! Otra cosa es Modigliani. Esto me recuerda aquellas batallitas que se contaban de Alfredo Kraus antes de morirse el pobre...

Vi con terror como se me escapaba Chagal. Pataleé convulsivamente debajo de la mesa para incorporarme, y casi me como la servilleta que ya estaba en fase de sacapiojos. No se me podía ir Chagal por culpa del puñetero Alfredo Kraus, que en gloria esté. Me bebí el resto de mi cerveza para desenredar mis atrofiadas cuerdas vocales, e hice un gesto decidido para intervenir, que fue inmediatamente castrado por el Francesc con una amigable mano sobre mi hombro y una sonrisa que a mí se me antojó la de Lucifer.

El Francesc: Espera, espera Montse, lo de las batallitas de Alfredo todo el mundo sabe que fueron pataletas de divo herido y despechado. Lo sabe todo el mundo Montserrat, y debías saberlo tú, tía, parece mentira que tu padre sea historiador del Liceo...

Una lágrima rodó por mi mejilla, que me sequé lentamente con el sacapiojos. Había perdido a Chagal para siempre. Volví a hundirme hasta el primer botón, desarmé el sacapiojos, y totalmente destruido empecé a hacerle un sombrero bizantino a la botella de Heineken.

El Marc: No Francesc, en eso la Montse tiene razón. Era cierto tío, era cierto. Lo apartaron los tres tenores y la Caballé tío. Sólo por ser del sur tío, eso no hay quien pueda negarlo, joder. Era un tío cojonudo. Recuerda la primera Flauta Mágica que se hizo en el Palau, era él tío, era él el alma de aquello. Lo demás ha sido camelo, tongo, ganas de cargárselo por viejo y por no ser catalán...

La Mercé: Claro tíos, claro, o si no, por qué no lo llamaron a Viena para lo del aniversario de Verdi eh? ¿Por qué? Pues porque decían que ya tenía una octava menos de registro, cuando ese tío seguía teniendo el mismo espectro vocal que a los veinte años. El Turandot de hace seis años en París todavía se recuerda, joder. Fue el mejor, mejor que el de aquí, y eso que la Filarmónica estuvo fatal...

La Montse: No Mercé, disculpa tía pero ese Turandot fue bastante malo. Ha sido la peor obertura de ese clásico que he oído en mi vida, y ya sabes que si de algo sé es de ópera... lo que pasa es que Kraus sí que estuvo genial, porque a ver, ¿hay otro que pueda hacer lo que hizo él con El Barbero de Sevilla en Madrid en el 95? Nadie tía, nadie...

El Francesc: ¿Nadie? Los tres tenores se lo comen vivo tía, se lo comen vivo, que cualquiera que no sea de aquí puede darse cuenta...

Temblé y le metí el gorro bizantino a la Heineken enterito por el cuello con una pajita.

El Francesc: Hasta un extranjero puede darse cuenta...

Cerré los ojos y esperé resignado mi sino, con las manos cruzadas sobre el pecho y la pajita doblada en 54 partes iguales debajo de la lengua.

El Francesc: Porque, a ver, Quientusabes, ¿tú no crees que lo de Kraus ha sido puro camelo y que jamás su Barbero podrá igualarse al de Pavarotti, eh, EH, EH?

No les contaré cómo fue de lamentable mi salida de aquel lugar, ni cómo llegué a mi cama aquella noche, pero sí les aseguro que dejo para siempre el mundo culturoso. Ha sido demasiado fuerte. No estoy hecho para esta vida.

Además, confieso que nunca me llegó a gustar el ballet del todo, que no sé en qué parte del segundo acto del Lago de los Cisnes hay que aplaudir, que ignoro si los fouettés son 34, 340 o 3,4, que no distingo un ponché de un jetté, que jamás entendí Santa Cecilia, que no leí nada de Thomas Man, ni de Voltaire ni de Buero Vallejo, ni de Cela, (sí de Jardiel Poncela porque es un cómico del carajo), que no llegué ni a la mitad de Crimen y Castigo, que no le encuentro nada de especial a la voz de Rita, que hasta hace poco creí que Tina Modotti era una cantante de ópera y Déborah Kerr una marca de motos de carrera, que nunca supe bien si Amelia Peláez era una bailarina o una recepcionista de la puerta de M del ICR, que no puedo decir el título de tres temas de Lecuona seguidos, que no me gustó Un hombre de éxito, que no acabé de encontrarle el chiste a Lo que el Viento se llevó, que no me he leído ni un solo cuento de Borges, que no me sé a derechas Los Zapaticos de Rosa, ni la otra que dice eso de «tiene el leopardo un abrigo», que para mí El Ismaelillo siempre fue un campamento de pioneros, que me dormía en los domingos de la Sinfónica en el Nacional, que nunca supe cómo terminaba Rayuela, que me salté una pila de páginas de El siglo de las luces, que para mí Carpentier era bastante pedante, que me comí tres capítulos de Cien años de soledad, que nunca he visto Doce hombres en pugna, ni Gilda, ni Jezabel, ni ninguna de las tres versiones de Amistades Peligrosas ni El halcón maltés ni La caída de los Dioses, (sí he visto King Kong, La guerra de las Galaxias, El Rey León y Mulan), que para mí Nicolás Dorr era un secretario general de algo, y Cortázar un político de un país sudamericano en guerra, que me gustaba María Antonieta y no me molestaba Marucha ni Mayra de la Vega, que me reía con Centurión, que me aburría con María Cervantes (me sacaba de quicio), que nunca vi completa La Guerra y La Paz, que no me he leído nada de Tolstoi, que me gustan Los Van Van y me duermo con la Camarata Brindis de Salas, que prefería ir al Musical a ver a Adelaida Raymat antes de dispararme cualquier montaje sobre los alzados de Cubana de Acero, que me revolcaba de la risa con María Ampula y que me gustaba Farah (sí, me gustaba, ¿qué pasa?).

Y que señores, como decía la conserje de la primera escuela a la que fui, una negrona con una pinta de cartón de helado en la coronilla, (versión chea del torniquete) y un cigarro apagado en la comisura de su boca descomunal: «Difinitivamente er sabel sí ocupa lugal».

Yo diría que muchísimo.

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