sábado, 17 de enero de 2009

LA CASI INEXISTENTE PATRIA


Por Giovanni Rodríguez 
Haber nacido en el “Primer Mundo” no equivale necesariamente a pertenecer al “Primer Mundo”. El sentido de pertenencia a un lugar no depende de la condición de existencia en ese lugar sino más bien del grado de arraigo que ahí tenga. Y depende también de lo que se logra aprehender de ese lugar. Porque un individuo es tercermundista o no según su capacidad para captar e interpretar el mundo en que le toca vivir.
Hay gente nacida en Europa que no necesita tanta Europa para vivir; gente como el personaje de El Innombrable de Beckett, que se arrastra y se restriega en las paredes de su miserable habitación mental, su “Tercer Mundo” particular, en donde sólo existen las posibilidades de lo obvio y de lo inmediato, en donde reina el tópico y se cultivan las artes de la ignorancia y la pedantería. De igual manera, hay gente llegada a Europa que no logra desprenderse nunca de cierta absurda dependencia “patriótica”, que no aprende, por ejemplo, a disfrutar de la dieta mediterránea porque su estómago no tolera más que frijoles, plátano y tortilla de maíz.
Bolaño decía que su única patria era la literatura probablemente porque no encontraba en ningún otro lugar –físico o no- el necesario grado de arraigo que sí encontraba en los libros que leía. Y cosas como la literatura, la familia o los amigos son las que determinan en el individuo –al menos en un individuo como yo- que ahí hay una patria; no en la bandera ni en el nombre de un país ni en un aburrido himno perfectamente sustituible por la canción del equipo nacional de fútbol sino en cosas simples como esas tres que mencioné.
Dice Ernest Jünger que “cuando hemos perdido el sentido de la patria, buscamos los mundos lejanos que nos ofrece la aventura”. Pero, ¿cuándo empezamos a sentir que hemos perdido el sentido de la patria? ¿Y será también que dejamos de pertenecer a nuestro mundo de tercera en la medida en que vamos perdiendo este sentido?
En nuestros países latinoamericanos, sumergidos en la mierda cotidiana de la pobreza, la corrupción y la falta de educación, hay suficientes motivos para que un individuo, a cierta edad, llegue a comprender que aquello que en la escuela le obligaron a entender y asumir como “patria” no es más que una entelequia, y entonces no le queda otra que emigrar o renegar.
Pero renegar de algo no es odiarlo. Uno reniega de aquello en lo que alguna vez cifró sus esperanzas, uno critica con más fuerza aquello en lo que una vez creyó firmemente y ahora no lo ve más que como utopía. Porque criticar es amar desde el lado contrario derivado del amor, que es el desamor.
En un ensayo del libro Apologías y rechazos, Ernesto Sabato dice que Leonardo da Vinci, cerca de su muerte, buscó un lugar especial para tomar su último descanso, y reflexiona así: “Pues a medida que nos acercamos a la muerte, también nos acercamos a la tierra, pero no a la tierra en general sino a aquel ínfimo pedazo (tan querido, tan añorado) en que transcurrió nuestra infancia”. Ese pedazo de tierra que Leonardo buscaba es probablemente el que consideraba su patria, o por lo menos la parte más representativa de ésta.
Imagino a Leonardo, débil y resignado, buscando con afán ese lugarcito, y me imagino a mí mismo un día viendo hacia atrás, con ganas de desandar el camino y regresar en busca de la patria perdida. Pero falta tiempo para eso y mientras tanto, sigo aquí, renegando y criticando a la patria que casi no existe, a ese pedazo de tierra de un mundo de tercera lejano y añorado, y refugiándome cada vez más en la diaria aventura de esta otra patria, la única patria, para mí, posible y verdadera: la literatura.