domingo, 20 de julio de 2008

CINE ESPAÑOL. LA ESTÉTICA ALMODOVARIANA

Algunas noches con Almodóvar

Por Elvira Lindo
Para LA NACION
MADRID, 20007

Anoche lo vi. Estaba unos asientos delante de mí en el concierto que Liza Minnelli dio en Madrid, al aire libre, en el patio de un antiguo cuartel militar. La arquitectura del lugar es sobria, de una belleza áspera, muy madrileña, y no dejaba de sorprender que fuera allí, en ese lugar tan castellano, donde Liza, la sesentona Liza, con una conmovedora fragilidad exterior e interior, marca de familia, desgranara la esencia del musical norteamericano, dentro de cuyas notas y pasos de baile se crió desde niña o aún antes, cuando su madre, Judy Garland, la llevaba en el vientre, y demostrara que los segundos, los terceros actos, a pesar de lo que decía Scott Fitzgerald, son posibles. Yo veía la inconfundible cabeza de pelo tieso de Almodóvar y pensaba que Liza podría ser un personaje suyo, esa mujer coraje que se enfrenta al azote de una vida perra en un mundo en el que los hombres no tienen dos dedos de frente, carecen de valentía y nunca llegan a estar a la altura del riquísimo universo femenino.

En el intermedio, lo saludé con la mano desde mi asiento y me soltó en voz alta una de esas frases a las que de momento no sabes cómo responder. Señalándose la cabeza me gritó: "¡Te has teñido!" y, como debió de percibir mi desconcierto, añadió: "¡Yo también!".

Luego, en la copa, antes de que la troupe de famosos y no tan famosos españoles mareara a la estrella con autógrafos y fotos, ella se dirigió a él y con un " Hello, darling ", se le echó literalmente al cuello.


El me contó que había conocido a Liza la noche del estreno de Todo sobre mi madre , en Nueva York, hace ya unos siete años y que, insensatamente, le había pedido que cantara algo; ella, temblorosa, convaleciente de uno de sus períodos de desintoxicación, le dijo: "Puedes pedirme lo que quieras, soy hija de director y hago lo que se me pide". Almodóvar le sugirió, "arrepintiéndome casi al hacerlo porque ella estaba muy mal", que bajara las escaleras del local cantando para él "New York, New York". Lo hizo.

Eso define con mucha exactitud cuál es el tipo de relación que las estrellas, las grandes damas del cine, de aquí y de allá, han establecido con el director. Lo veneran y sueñan con que les conceda algún papel cómico, melodramático o dramático sin más, que les permita decir frases de tono grave, como: "¿Hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?". Ese tipo de diálogos que parecían enterrados en la memoria cinematográfica, en aquellos melodramas de los años cincuenta y que Almodóvar rescató y mezcló, literalmente, con toda una iconografía española que, en los últimos años de la transición democrática, parecía a punto de desaparecer.


Vayamos pues al pasado, al principio.

Aquí no habla la escritora que hoy soy, ni la periodista que he sido desde que empecé a trabajar, ni la guionista que ha tenido trato con actores y directores. Aquí, quien recuerda es aquella joven de dieciocho años que yo era en 1980, el año en que se estrenó Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón . Decir lo que significó esa película para los jóvenes de mi generación o de la generación del propio Almodóvar es casi imposible, pero no creo exagerar si afirmo que esa comedia contribuyó a la libertad individual de los jóvenes españoles.

Hacía cinco años que había muerto el dictador y el país estaba inmerso en un proceso de cambio y de acoplamiento a la democracia; en ese estado de cosas era lógico que los militantes de izquierdas, a pesar de lo mucho que contribuyeron a la liberalización de las costumbres, tuvieran aún una estética de progres antifranquistas, sesudos, barbudos, un aspecto hippie pasado por la aspereza española y con el aire inequívoco de quien se ha criado en un país muy refractario a la influencia exterior. Si se era de izquierdas había que seguir, casi como dogma de fe, una serie de normas estéticas, morales y culturales, que convertían al individuo en un ser uniformado, tanto por fuera como por dentro.

La irrupción de la película de Almodóvar en ese ambiente estéticamente rancio trastocó todas las normas, como si nos hubiera descubierto algo que no sabíamos que estábamos esperando. El anhelo de una libertad, que no solo se centraba en el terreno político ni estaba dirigida solo a la discusión ideológica, sino que apelaba al lado soleado de la vida, a la diversión sin más, a la extravagancia en la indumentaria y, por supuesto, a una libertad sexual, que en la juventud antifranquista se había limitado a la liberalización de la relaciones heterosexuales, pero había ignorado, por no decir que se había mostrado reacia, al reconocimiento abierto de la homosexualidad.


Lo que la joven de dieciocho años que yo era quería ver en la gran pantalla era eso: chicas de pelo rojo, amorales, olvidadizas de la presión familiar, viciosas, amantes de la juerga y de la música, del Madrid loco de las fiestas improvisadas, de una ciudad que hacían suya recorriéndola de la periferia al centro, como si el paisaje urbano no tuviera más límites que el que pusieran sus propios pasos.

El ojo juvenil de Almodóvar retrató todos los madriles , el Madrid de barrio periférico y pobretón en el que se amontonó la inmigración que venía del sur en los años sesenta y el Madrid del centro, el que fue bautizado como el Madrid de la movida. Si la época de ese fenómeno cultural discutible llamado Movida Madrileña se situó en la década del ochenta, fue Pedro Almódovar quien certificaría su inauguración con esa primera película.

Son especialmente representativas de la época dos de las actrices que encabezan el reparto: Carmen Maura y una Alaska de apenas dieciséis años. Carmen se convirtió en la musa almodovariana durante una época y Alaska, en un ícono de la música pop y en la reina del mundo gay (aún sigue siéndolo). Carmen Maura fue algo más que una actriz para el director. Más allá del nombre, tan simbólico, Carmen representaba físicamente un tipo de española con la que cualquier mujer podía sentirse identificada. Atrás quedaban las contundentes tías buenas que llenaron las pantallas en la época del "destape", aquellos argumentos tan reaccionarios y vulgares, pero que al menos acostumbraron al pacato pueblo español a ver señoritas en pelotas y ahorraron muchos viajes de nuestros padres a Biarritz y a Perpignan. Carmen era otra cosa, Carmen era una más, una mujer de físico expresivo, aunque no despampanante, morena y pequeña, que asumía con una naturalidad pasmosa las procaces frases que Pedro ponía en su boca.


Fue tal el impacto de las primeras películas de Almodóvar, Pepi, Luci, Bom , ¿Qué he hecho yo para merecer esto? o Mujeres al borde de un ataque de nervios , que cualquiera que tuviera un oído afinado se daba cuenta de que la forma de hablar de los personajes almodovarianos se fue trasladando al habla común; es cierto que él tiene una empatía con el lenguaje popular, pero yo estoy convencida de que nosotros lo hemos copiado más a él que él a nosotros.

Siguiendo la estela de los artistas populares, sus obras se acabaron confundiendo con la realidad de tal manera que no se sabe qué existió antes, si el desparpajo de las chicas reales o el de sus películas. Las chicas de los años ochenta, aquella muchacha de veintitantos que yo era cuando trabajaba en la radio pública, asumimos el tono y la fraseología almodovarianas como si hubiera estado ahí desde siempre. Era un estilo jocoso que aún perdura en el habla corriente, expresivo, procaz, deudor de las expresiones de las abuelas pero moldeable a la realidad presente; ese estilo creó escuela también en el cine, en el periodismo, en la literatura, y yo me siento deudora de él y agradecida, porque nos ayudó a usar el lenguaje como si fuera chicle, como hacían los artistas pop, con absoluta libertad, a componer el estilo sirviéndonos de la alta cultura y de la que surge a ras de suelo.


Almodóvar fue, sobre todo, una forma de ver España. Su capacidad creativa nunca ha despreciado nada, echa mano de lo exquisito y de lo vulgar, de lo cultivado y de lo chabacano. La mezcla es insólita. Los españoles advertimos la parodia de nuestras manías y costumbres nacionales y los extranjeros no advierten lo paródico, nos ven, directamente, como el director nos pinta.

Es su cabeza la que nos ha creado. La cabeza de ese dios absoluto que ha modelado un mundo intransferible. Es la cabeza que tengo delante durante todo el concierto y que se distingue tanto de espaldas como de cara. "Es que mi físico es de campesino español. Yo siempre tuve mentalidad de alto, hasta que al final he descubierto que tengo una estatura del montón y me tengo que adaptar", dice irónicamente. Es una coquetería porque no es cierto que su físico sea vulgar, al menos no es eso lo que parece en este patio de armas reconvertido en centro cultural bajo el cielo ya sin estrellas de Madrid. Ahí están, mirándome, reclamando siempre atención con una gracia expresiva de la que se sabe dotado, esos ojos ardiente idénticos a los de los pobres ennoblecidos que retrataba Velázquez.

De Almodóvar se destacan hasta las manos, anchas, de dedos tremendos, que se abren y se cierran para enfatizar una frase, como las de las estrellas del cine mudo, y de las que él se vale continuamente para cautivar a sus interlocutores o para indicar a los actores con los que trabaja cómo han de abordar una secuencia. Es coqueto, sí, despliega una coquetería envuelta a menudo en una cierta negatividad hacia sí mismo, pero coquetería al fin y al cabo y perfectamente consciente del lugar que ocupa en el mundo.

Es el hombre ante el que se puso de rodillas Kathy Bates, el que ha escuchado insinuaciones de Lauren Bacall, Meryl Streep o tantas otras. ¿Cómo encaja eso? Probablemente, con más soledad de la que ha tenido aquel joven manchego que abandonó el pueblo para conquistar la capital. Lo ha confesado en los últimos tiempos.

Está solo o se siente solo, pero lo dice como si se tratara de algo contra lo que ya no se puede luchar ni gastar energías. Yo he visitado el terreno de su soledad. Desde Hable con ella he tenido la suerte de leer sus guiones cuando salían del horno y pasar una tarde con él charlando e intercambiando impresiones.

Debo confesar que en casi todos nuestros encuentros he servido más como oyente que como interlocutora. Pero no me importa ni me frustra; me gusta ser testigo de un proceso creativo. Por otra parte, es difícil estar al lado de Almodóvar y no asistir a una especie de monólogo trufado de gestos melodramáticos, anécdotas y expresiones hilarantes.

El interlocutor, como es mi caso, que se sabe menos rápido o menos locuaz, se retrae y se convierte en mero espectador. No cabe duda de que nació para jefe. Es difícil imaginarlo en el papel de empleado, siguiendo órdenes que no puede contradecir y callando aquella impertinencia que tiene en la punta de la lengua.

Es difícil. Almodóvar es el que manda. Está en todo, en el guión, en el decorado, en los trajes de sus actores, en la música, en los títulos de créditos. Tiene los mejores artistas a su servicio, pero él es el que manda. Por supuesto que es algo que hacen todos los directores, pero él tiene clarísimo cuál quiere que sea el resultado final en cada una de las artes que intervienen en una película.

Eso es precisamente lo que le dije aquella tarde, delante del guión de Hable con ella : "¿Qué puedo decirte yo, si tú tienes ya en la cabeza todo lo que deseas?"


Nuestras conversaciones siempre han discurrido en su territorio, en la oficina de su productora, El Deseo, en donde todos, desde su brillante productora ejecutiva, Esther García, hasta su hermano Agustín o su secretaria, Lola, pasando por los empleados, se afanan en hacerle la vida fácil para que pueda dedicarse a lo que le interesa por encima de todo, hacer películas. Almodóvar, el director que supo retratar con más tino la vida alegre y gamberra, es un trabajador obsesivo y siempre anda escribiendo varios guiones al mismo tiempo, sobre los que habla, interpreta escenas y pide consejos que no se sabe si harán mella en él.

Los decorados en los que transcurre su vida, que se diría que es sobre todo laboral, son tan expresivos como su cine y están llenos de colores, de esos objetos cañís que él convierte, con su toque, en arte moderno. En Almodóvar está muy presente su infancia, la influencia materna, la familia, las llanuras desoladas y evocadoras de la Mancha. Es de pueblo. Eso se nota y no se puede cambiar, así que ha optado por lo más inteligente, aprovechar, como hicieron García Lorca o Juan Rulfo, la expresión popular, sacarla de su contexto natural y convertirla en algo abstracto y extraño.


Eso pensábamos mi marido, Antonio Muñoz Molina, y yo, cuando asistimos hace unos seis años al estreno de Hable con ella en el Lincoln Center de Nueva York. Estábamos rodeados por el público más internacionalmente glamouroso que pueda darse. A nuestro lado, Jessica Lange, Lou Reed, Paul Auster e hija, la escritora Toni Morrison, Kathleen Turner Viéndonos allí, únicos personajes anónimos en aquel palco de oro, pensamos, si alguien nos preguntara ahora quiénes somos o qué hacemos aquí, ¿qué diríamos?

Nos reímos al pensar que lo más sensato que podríamos contestar es que éramos familia. Y no era del todo inexacto, lo que hemos sentido al ver las películas de Almodóvar en el extranjero ha sido una cercanía familiar. La misma que sentí aquella otra noche en Nueva York, cuando, desde un taxi, vi su pelo tieso, también por detrás, y salí corriendo del coche hasta que lo alcancé en una esquina de Central Park West, ¡Pedrooooo!


Una de la madrugada. Ya a punto de marcharme para casa le digo: "Me voy ya, que mañana tengo que escribir sobre ti". Me dice que él no podría escribir todo un texto seguido, sin levantarse de la silla, que últimamente duda mucho. Otra coquetería. Eso lo dice quien escribe un guión con cada mano. "Bueno, le digo, no será difícil porque conozco al personaje". O creo que lo conozco. He vivido con sus películas. He sentido la influencia de sus películas. Dejé de ser una chica de vaqueros eternos, camisa ancha y melena lánguida para pintarme los labios de rojo, acortarme la falda, volverme pelirroja y ver mi ciudad como un escenario que ha de ser usado para la vida intensa.

Camino para tomar un taxi. Me acompaña el actor Javier Cámara, amigo y actor prodigioso, que ha tenido dos papeles muy significativos en las películas de Almodóvar: el enfermero de Hable con ella y el travesti de La mala educación . Javier sabe mejor que nadie lo que supone trabajar con un director así, significa (lo han visto mis ojos) que vaya por Nueva York y haya mucha gente que lo reconozca y lo felicite por aquel Benigno loco de Talk to her . Le digo que me cuente algo especial que Almodóvar le haya dicho en alguno de estos rodajes. Se queda pensando y, de pronto, su cara se ilumina con una sonrisa. "Mira, sucedió en los primeros días de Hable con ella. Estábamos rodando una de las primeras escenas cuando, de pronto, me tomó del brazo y me dijo en un aparte: ´Javier, no sonrías tanto, que no parezca que estás encantado de trabajar con Pedro Almodóvar ". Nos da una risa que suena limpia y solitaria en este Madrid vacío de agosto.

Ya en el taxi pienso cómo será vivir un reconocimiento sin fronteras, ser considerado por la crítica francesa o norteamericana como uno de los directores esenciales de todos los tiempos, saber que tu nombre está situado al lado del de Fellini o el de Billy Wilder. ¿Qué es lo que se desea después de haber conseguido ese lugar en el escalafón? Por lo que veo, el único refugio posible es el de seguir inventando historias, ser el jefe de una troupe de cómicos que sonríe encantada de trabajar con Pedro. ¡Cómo no iban a sonreír!

Elvira Lindo es una pluma inquieta que destila inteligencia, ironía y humor tanto desde sus libros de ficción, muchos de ellos para chicos, como desde los artículos de opinión y las divertidas columnas que suele publicar en el diario español El País.

No hay comentarios: