miércoles, 15 de abril de 2009

SAN ISIDRO NO SOLO TUVO A YARINI

Musulungu and Company
Antonio Conte
Para Iddia Tamaña
Originalmente aparecido en emilioichikawa blog
Musulungo Suárez tenía un negocio de comida a domicilio (tren de cantina) en Virtudes entre Águila y Amistad, un caserón paquidérmico en el segundo piso de un edificio de cuatro, construido en 1916 por la compañía Cascada Sur.

Musulungo trabajó como ayudante principal del chef del restaurante El Cantón, en la calle Zulueta, hasta que decidió montar su tienda. Llevaba dos años en el giro, y entre él (cocinero), Mawí (pinche, socio y amigo), Willy y Mayito (repartidores del condumio), no daban abasto para satisfacer la demanda de los jamaliches del barrio.

Musulungo era un mulato de seis pies, sonrisa franca y fama de putero; algo amanerado pero “hombre a tó”, como decía cuando algún equivocado quería inventar a su costa, listo a romperle la jeta. Mawí era un blanco decente, como se decía entonces, alto como su jefe, buen tipo con melena de león tanzano. Llevaban cinco años compartiendo el mismo techo, pero en cuartos separados, primero en un apartamento de Consulado y Colón, frente a la panadería El Diorama, luego en la casa de las cantinas. Aunque a Musu se le veía con cierta frecuencia en el prostíbulo de María la Sevillana, en la Habana Vieja, ni a él ni a Mawi se le conocían mujeres oficiales. En el barrio rodaba la bola de que el cocinero era el bujarrón de Mawí, lo que nunca se comprobó. Los deliverys Chiqui y Mapache estaban exentos de los murmullos que matan, y la maledicencia, esa deformación profesional que los cubanos llevamos adentro, y que hasta hoy mantiene al país encueros y comiendo de lo que pica el guanajo mañana, tarde y noche.

Cantina se decía a una estructura simple, compuesta por unas varillas de aluminio, de apenas 25 centímetros de largo, donde se ensartaban, por la parte interior cuatro o cinco tarecos cilíndricos también de aluminio. En ellos se sirven el arroz, los frijoles, de cualquier estirpe, el fuerte del día: carne asada, tasajo, pollo, masas de puerco, y en el otro las viandas o vegetales. En el último el postre, cascos de guayaba, natilla con canela. La última minicazuela se tapa a presión, se saca la agarradera y a repartir cantinas se ha dicho. La orquesta Aragón, siempre a la viva, le cantó:
Ya llegó la cantina, / a que tú no me adivinas lo que viene arriba, / a qué tú no me adivinas lo que viene abajo, / a qué tú no me adivinas lo que tiene la cantina, /a que tú no me adivinas dónde está el tasajo.

La cantina de Musulungo costaba 80 kilos. Si alguien se afiliaba por una semana, debía abonar 3.50. A las cinco de la mañana, dos veces por semana, Musu llegaba a la Plaza del Vapor en un pisicorre Ford del 48. Compraba pollos, carne, verduras, pescado, mientras Mawí organizaba los féferes para que el maestro lo tuviera todo listo cuando llegara. La hora pico del negocio era de 12 a una de la tarde. Cada mensajero ganaba un peso diario que cobraban al final de la faena. Para la época, y trabajando apenas dos horas, se daban por bien servidos.

Pero no era la cantina de Musulungo la única del barrio. En La Habana andaban pululas junto a las frituras de bacalao, por lo que la competencia era de agárrame la mandolina. La cantina de Enrique, en Crespo y Bernal, se jactaba de una clientela selecta en el corazón del puterío: adelaidas de plumaje y cabelleras azules, rojas, violetas, y mujeres de la vida (¿quién habrá inventado eso?). Dos cuadras más arriba, en Colón e Industria, la cantina de Flora era famosa por su carne asada y el fufú de plátano. En Trocadero y Blanco, Juana Cutara por su rabo encendido, la fabada y el arroz con pollo.

Los precios andaban por ahí, 50, 60, 70 kilos. Los chinos eran fuertes a la hora de la jamazón. Las fondas se presentaban como competidoras de average. Mamparas, manteles de guinga, donde por 1.25 salía uno con la panza llena hasta la noche, y si se llevaba en la mano una lata de chorizos El Miño y se daba una vuelta por la cocina, por veinticinco centavos se volvía a casa con el recipiente lleno de frijoles, arroz, carne, y un burujón de plátanos maduros. A esa choricera le llamaban globo.

La ciudad se movía entre fondas y trenes de lavado, cantinas, obreros y comerciantes. No había una esquina donde no se levantara una bodega de gallego que le fiaba a Villegas y a todo el que llegaba. Y las carbonerías, refugio de los españoles más escachados. Y ni hablar de las carnicerías, las quincallas y el pan de piquitos caliente a toda hora. Un mundo de atracciones bajo un solo techo, con el condimento necesario de puñaladas, robos, broncas callejeras y a domicilio, y las vidrieras de apuntación en cada recodo donde resplandecían los banqueros más importantes de la ciudad: la China, Campanario, Castillo.

En su edición del 24 de septiembre de 1954, el periódico El Mundo, que estaba a una cuadra de la casa de Musulungo, publicó la noticia en la página amarilla, a cuatro columnas, con una foto del mulato y la fachada del edificio donde vivía.

Asesinan a cocinero en circunstancias oscuras
El cadáver de Musulungo Suárez, dueño de un tren de cantinas en Virtudes y Águila, fue encontrado ayer, a las cuatro de la madrugada, por dos mujeres, a un costado de la Lonja del Comercio. El hombre estaba sin camisa y con tres heridas de cuchillo en el sitio del corazón. María la Sevillana, matrona de un prostíbulo de la calle San Isidro, declaró: “Musu salió de mi negocio a las 3, caminando derechito, después de dos horas de julepe con Carmita Panetela”. El socio del comerciante, conocido por Mawí, denunció a las dos de la mañana, en la primera estación de policía de Dragones, que Musulungo no había ido a dormir, algo que no acostumbraba, y que fueran al bayú de la Sevillana, que su socio solía frecuentar. Unos metros más allá, junto al portón de la iglesia de San Francisco, encontraron un pisicorre marca Ford, que la policía identificó como el auto de Musulungo. Al cierre de esta información la policía investiga los motivos del asesinato.

Nunca se supo qué pasó. Mawí salió pitando de la casa, que ocuparon desde entonces dos tías de Musulungo que llegaron de Mayarí Arriba, cada una con tres hijos. El negocio se fue al carajo, y los clientes se afiliaron al tren de Enrique unos, y al de Cuca Cutara otros. En el barrio se comentó la muerte de Musulungo durante una semana. A la siguiente, el olvido se ocupó de cerrarle los ojos por segunda vez.

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