martes, 5 de mayo de 2009

EL ÚLTIMO ALIENTO


Make way for tomorrow de Leo McCarey, 1937

Tomado de kinodelirio 

Siempre he recelado de las óperas primas, mejor dicho, he terminado haciéndolo después de comprobar cómo algunas de ellas tenían menor entidad de lo que aparentaban en principio. Ese arrojo mezclado con la inconsciencia y los nervios del debutante, suelen crear un ruido que se amplifica en compañía de la novedad. Sobre todo en el panorama audiovisual actual, en el cual, ya antes de su estreno, la película en cuestión será señalada como la nueva frontera del cine y al director se le habrá encumbrado a la categoría de maestro, genio o cualquier memez semejante. Todo sin el menor rubor, los días de aprendiz del oficio pasaron a la historia, qué demonios, a quién le hace falta aprender cuando van a decir por uno hasta la náusea que eres el mejor. Al fin y al cabo, un árbol siempre será un árbol1 .

Por esto, siempre resulta estimulante observar las carreras de los directores, ver cómo unos evolucionan mientras otros en lugar de explotar terminan implosionando víctimas de un ego adobado o de la simple falta de talento o vocación. Situaciones que en el mejor de los casos suelen dar lugar a leyendas sobre directores malditos, aquellos con una sola película o con pocas pero de gran calibre, filmografías y vidas truncadas por diferentes azares o por imperativos comerciales. Preguntarse por ellos suele ser uno de los grandes pasatiempos de la cinefilia y del masoquismo2 y como nosotros no formamos parte de ninguno de los bandos, renunciaremos a ello. Esto es, no formularemos la pregunta retórica, que deviene ucronía, de qué habría sido del cine si hubiera habido continuidad tras Tabú (1931), Zéro de conduite (1933) y L’Atalante (1934) oNinjo kami fusen (1937), si la muerte, disfrazada de accidente de automóvil, de leucemia y de disentería, hubiera respetado a F.W. Murnau, Jean Vigo y Sadao Yamanaka, respectivamente. De cualquier forma, la bisagra de los años treinta siempre será interesante bajo cualquier prisma, incluido el forzado y cinéfilo del What if…

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A lo que íbamos, en el cine y en las filmografías conviene mirar en lontananza, ser cautelosos con los primeros términos, apartarlos para poder observar cómo prosigue el camino aunque su final apenas se pueda intuir. Poca gente podría esperar que Francis Ford Coppola dirigiría The Godfather en 1972 después de haber realizado o colaborado en unas cuantas producciones de género, You’re a Big Boy Now (1966), Finian’s Rainbow (1968) y The Rain People (1969). Esta última muy interesante pero a distancia sideral de una obra como El Padrino. Coppola, así como otros, aprendieron el oficio además de sumar otras inquietudes intelectuales. Y cuando pensaron que ya lo habían aprendido, se dieron cuenta de que debían seguir haciéndolo, de que aquello era un trabajo y un aprendizaje para toda la vida. Reconocer tal necesidad supone la mejor manera de avanzar sin frustración y con la honestidad suficiente para no parecer un mentecato insoportable, por muy brillante que se pueda llegar a ser.

El gran precursor del mito de L’enfant terrible y de las primeras películas como fenómeno mediático fue, como todos ya saben, Orson Welles. Sin embargo, uno lo valora más por lo que pudo hacer más tarde rodeado de dificultades, de The lady from Shanghai (1947) a F for Fake(1974) pasando por Touch of Evil (1958) y Campanadas a medianoche (1965). Él mismo declararía en más de una ocasión lo cretino que pudo llegar a ser dirigiendo Citizen Kane (1941), invadiendo competencias de manera obsesiva, más por puro desconocimiento de las labores y divisiones de producción que por prurito autoral. Por desgracia, lo segundo quedó prendido sin remedio y ahora, si quieres ser un autor, si quieres ser cool, debes componer la música –aunque sea con las melodías prediseñadas de un Casio-, hacer los bocetos de arte, escribir el guión, marcar la intensidad y la dirección de la luz y, por supuesto, darle la tabarra a los actores. Menos suministrar el catering, muchos directores están dispuestos a hacerlo todo, a firmarlo todo, aunque sea el cortometraje más inmundo jamás realizado.

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Una filmografía nunca será un conjunto neutro de obras, aunque podamos apilarla de manera aséptica y geométrica en discos, en cintas o en bobinas para proyectarla de principio a fin. Ahora, si uno es afortunado y logra encontrar el hilo humano que la vertebra, un hilo que resulta estar formado por la unión de múltiples hebras (personas, sucesos, tecnología, etc.), estará más preocupado por ver cómo termina que por cómo empezó. O, afinando todavía más, qué es lo que va sucediendo, cuál es el proceso, con sus pasos en falso, su aprendizaje, sus descubrimientos, sus rechazos, olvidos y recuperaciones que conducen hasta el final, hasta la muerte. No abogamos por una condición orgánica de lo filmográfico, menos aún de la Historia como disciplina, la obra o el conjunto de obras no lo son en esencia, pero su discurrir debe ser escrutado por si esta dimensión aparece en algún punto del trayecto.

En la época de las prejubilaciones, de un estado del bienestar mal entendido y de estrellas púberes, conviene, más que nunca, saber lo que eran capaces de expresar unos ancianos a través de su trabajo siempre y cuando las ratoniles aseguradoras y los imbéciles hombres de negocios lo permitían. Tanto la penalización como la conmiseración hacia la ancianidad en las sociedades modernas aparecen como dos sintomas de su deficiente funcionamiento. No cabe la normalidad, basculando entre el proteccionismo absoluto (en algunas ocasiones y casos necesario, bien es cierto) que considera la edad avanzada únicamente como un mal o un castigo, y la extroversión más radical que invita a los implicados a convertirse en una especie de adolescentes desenfrenados que encuentran en la química el soporte que antaño le proporcionaron las hormonas. Parece no caber que tal vez alguien quiera seguir haciendo las cosas que siempre le gustó hacer o tal vez probar alguna nueva, pero no de manera compulsiva y sin conciencia de las limitaciones que puedan existir. Sea usted un abuelete enrollado, se nos vende, tírese en paracaídas, corra una maratón y no pare de izar bandera; ridícula exaltación de las experiencias físicas extremas cuando estas han perdido gran parte de su sentido y adecuación.

En el caso del cine, sucedió con frecuencia que aquellos directores que prolongaron su carrera casi tanto como su existencia fueron tachados de gagás a cada nueva moda que surgía. En la progresiva quiebra del modelo industrial del Hollywood clásico tal vez se pueda encontrar el momento más apropiado para observar con claridad el fenómeno: grandes cineastas, que habían crecido literalmente con el invento, habían quemado etapas históricas sin apenas pausa en su trabajo. Los cambios, no ya en la estructura de su oficio sino a nivel global, amén de los impedimentos y los prejuicios mencionados, fueron reduciendo la periodicidad con la que volvían a ejercer su labor. Pero las ganas y la claridad mental, seguían intactas y les impulsaban a seguir poniendo en pie películas, ya fueran con producciones exóticas, con dinero sacado de aquí y de allá, con algún apoyo de la vieja guardia y con el de otros nuevos mecenas que reconocían su brillante pasado. Los aspirantes a directores que hoy se lamentan por no encontrar financiación, deberían hallar consuelo al saber que gente que había realizado algunas de las mejores películas de la historia eran incapaces de encontrar salida para sus ideas.

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A partir de los años 60, y no digamos de los 70 u 80, las películas de los “viejos dinosaurios” de Hollywood quedaban sepultadas entre toneladas de moderneces. El público, las nuevas hornadas de cineastas y hasta los críticos más reputados, asistían ante aquellos últimos escarceos con una distancia frívola y con escaso respeto hacia algo que consideraban demodé. No sabían que a las melenas y a los pantalones de campana, también les llegaría su momento final, una muerte más cercana de lo que muchos nunca imaginaron.

Existen multitud de casos que ilustran esa dura supervivencia de directores magníficos que realizaron memorables últimos tramos en sus filmografías, pero ahora nos interesan aquellos en los cuales la práctica del oficio se extendió hasta poco antes de la muerte, días, meses, tal vez unos cuantos años, pero siempre dentro de cierta longevidad. La sabiduría condensada de quien ha vivido y de quien tiene conciencia de que aquello se está acabando. Lo lúcido como expresión más conveniente para sintetizar el discurrir vital y el artístico, es decir, el conocimiento de las personas y la manera de transmitirlo, de narrarlo, de acuerdo a un estilo.

Dejamos entonces a un lado a aquellos que vivieron “largo” tiempo tras sus últimas películas por geniales que fueran. Fritz Lang remata en 1959 con las deslumbrantes Der Tiger von Eschnapur yDas indische Grabmal, y en 1960 con Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, pero fallece más de quince años después. Frank Capra, King Vidor, Vincente Minnelli, Otto Preminger, Howard Hawks, Josef von Sternberg, Leo McCarey, Raoul Walsh, Nicholas Ray, Samuel Fuller, Elia Kazan, Joseph Leo Manckiewicz, William Wyler, entregaron algunos de sus mejores trabajos –para quien esto escribe, faltaría más- en el último tercio de sus carreras, léanse en el mismo orden de los mencionados: Pocketful of miracles (1961), War and Peace (1956), The Sandpiper (1965), Bunny Lake is missing (1965), Hatari! (1962), Anatahan (1953), An affair to remember (1957), A distant trumpet (1964), We can’t go home again (1976), The Big Red One (1980), The Visitors (1972),Sleuth (1972), The Collector (1965). Por no hablar de Alfred Hitchcock, William Wellman, Billy Wilder…

John Ford en el rodaje de How the West was won

También apartamos a los que la muerte terminó sorprendiéndoles –bueno, pleonasmo al canto, la muerte siempre sorprende- en plena actividad y a mediana edad. Los casos más conocidos serían los de Ernst Lubitsch, Max Ophüls, Preston Sturges, incluso Anthony Mann, o los ya citados más arriba, Murnau, Yamanaka y Vigo. Pero no es cuestión de ponerse a enumerar de manera exhaustiva, pues en ambos casos siempre terminaría siendo una lista incompleta que se alargaría con otros tantos casos destacables fuera de Hollywood: Yasujiro Ozu filma su obra maestraSanma no aji (1962) un año antes de morir y Kenji Mizigochi fallece el mismo año de Akasen chitai (1956), Carl Theodor Dreyer no llegará a vivir ni un lustro tras terminar Gertrud en 1964.

En una reducción funcional y mixta (Hollywood y fuera de él) a la vez que arriesgada, vamos a proponer cuatro ejemplos que ilustren lo que estamos intentando explicar no sin espesura. Dos son muy conocidos y recurrentes a la hora de hablar sobre el tema, a saber: John Ford y John Huston, quienes dirigieron hacia el final de sus vidas y entre achaques Seven Women (1966) yThe Dead (1987). Ford tenía graves problemas de visión y Huston grandes dificultades respiratorias a causa de un enfisema pulmonar. El cascarrabias aguantó unos seis años más con vida, mientras que Dublineses se convirtió en el filme póstumo del director de The Asphalt Jungle(1950). La otra pareja que hemos seleccionado es un poco más original y está compuesta por Vittorio De Sica y George Cukor, por sus filmes: Il viaggio (1974) y Rich and Famous (1981).

Tomando las cuatro como un corpus único se pueden rastrear una serie de constantes, de cruces y de paralelismos atractivos, empezando por un sustrato literario poderoso que cuenta con un valor popular en absoluto reñido con el intelectual: John Ford-Norah Lofts, John Huston-James Joyce, George Cukor-John Van Druten3 y Vittorio De Sica-Luigi Pirandello. Todas, ya fueran novela, obra de teatro o relato, poseían en potencia una carga representacional que podríamos resumir en las estrechas relaciones que tienen los personajes no ya entre sí sino con los lugares transitados, un dinamismo que parte de los fundamentos teatrales para concluir en la magia de la cámara, de los movimientos y del montaje.

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Otro punto de contacto son los diferentes discursos a los que dan lugar dichas obras: la apuesta por la evolución y la innovación, por el progreso y por la confianza en las nuevas generaciones que deben llevarlo a cabo. Ninguno se regodea en la nostalgia, no hay lloriqueo alguno y ni por asomo desconfían de la juventud, ellos, por perdida, la valoran más que los propios jóvenes. La crítica profunda contra las tradiciones obsoletas, ya fueran simbolizadas por las relaciones familiares, por la tecnología, por la sexualidad o por los posicionamientos políticos, no hacen otra cosa que confirmar el alto grado humanista de estos cuatro testamentos. Levantándose sobre ideologías tan coyunturales como las formas visuales que intentaban ilustrarlas, dejaban patente que lo reaccionario nunca fue su fuerte. No podía extrañar cuando habían dado muestras suficientes de compromiso y cuando ya habían filmado películas tan vitalistas e inconformistas como: Donovan’s Reef (1963), Miracolo a Milano (De Sica, 1951), Holiday (Cukor, 1938) y The man who would be king (Huston, 1975).

Ford entrega el testigo a Sue Lyon y a un recién nacido mientras sacrifica a la única con conciencia de su tiempo. A decir verdad, Anne Bancroft es el álter ego apenas travestido del propio Ford, como antes lo fue Ward Bond en Wings of Eagles (1957), sin heroismos ni falsas medallas, reconociendo, como ya hizo en la filmación de la Batalla de Midway (1942), que la cobardía y el miedo eran difíciles de vencer. De Sica se revuelve contra la asfixia pueblerina del sur italiano, con sus lutos y protocolos que ahora quedan empequeñecidos ante el empuje de la Modernidad, de las nuevas ideas: el coche, la fotografía, el cine, la movilidad. Huston realiza algo similar con la doble cerrazón irlandesa, primero con sus vecinos ingleses y luego con el Continente, las fundas de goma que protegen las botas del protagonista resultan ser menos inocentes de lo que su inmediata funcionalidad indica, y también con la irrupción soberana de los sentimientos frustrados en el corazón de las convenciones. Las mentiras y las envidias apenas disimuladas durante la cena terminan por aflorar en lo matrimonial… igual que sucede en el filme de Cukor, quien lo traslada cargado de sorna a la alta sociedad americana (angelina y neoyorquina) de la segunda mitad de siglo. Cukor también apostará decidido por la frescura y el atrevimiento juvenil a través de Chris (Hart Bochner) y Debby (Meg Ryan).

Los cuatro eran demasiado mayores para seguir aguantando amores no permitidos, sujetos a normas externas ridículas y a lo políticamente correcto. Sufrir para no transgredir esos límites no les resultaba comprensible, excepto si querían convertirse en unos desgraciados reprimidos como le sucedía al a misionera jefa de Seven Women y, en un principio, a Sofia Loren y Richard Burton, los cuales, cuando se quieren dar cuenta, apenas les alcanza el tiempo para disfrutar de la libertad. O la doble castración sentimental de Jacqueline Bisset, la de su barrera intelectual y la de su leal amistad, sólo al final se dará cuenta de que prefiere la carne a los libros.

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El estilo para mostrarlo, dentro de las notables diferencias entre los cuatro, también responde a un criterio narrativo digamos uniforme, con elegantes empleos de las elipsis temporales, con abundancia de planos abiertos para reunir personajes, con movimientos discretos y elegantes de la cámara y de los elementos dentro del cuadro, con luces sin estridencias que concuerdan con los ambientes y las emociones y con la incorporación discreta de nuevas técnicas o rasgos visuales como el zoom en Il Viaggio (y en toda la última etapa de su director) o las escenas de sexo enRich and Famous convenientemente pasadas por el tamiz de la ironía. La división estructural del relato en secuencias, que a su vez quedan convertidas en microrrelatos, así como los cambios de tono, volverán a ser claves en esta maestría narrativa. A este respecto (estructura de las secuencias y cambios de tono), el filme de Cukor sería digno de un estudio detallado.

A pesar de la variedad de las localizaciones espaciales y temporales, las cuatro se convierten en relatos de valor universal. Dublín o Italia a principios del siglo XX, China en 1935 o Estados Unidos entre los 40 y los 80, reflejan un sentir general en el que se mezclan individualidad y grandes hechos históricos con una naturalidad pasmosa. La Historia como marco, como escenario, bien lo sabía David Lean, especialista en este tipo de fusiones gracias a Lawrence of Arabia (1962),Doctor Zhivago (1965), Ryan’s Daughter (1970) y Passage to India (1984).

La igualdad, sabían, no sólo llegaba con la muerte. Observar cómo era vulnerada resultaba un mecanismo ejemplar para contar historias entre la tragedia y el humor. Retratos de una intolerancia dolorosa a ojos de quienes ya se habían dado cuenta tantas veces del daño innecesario e injusto que causaba. Del monólogo final del filme de Huston se rescata la síntesis negra para aquellos que no quieran aceptarlo mientras vivan: “uno a uno todos nos convertiremos en sombras”, mientras, “la nieve cae lánguidamente sobre vivos y muertos”. Llegado el momento de exhalar por última vez, y si antes no se ha sido capaz, tal vez tengamos la posibilidad de hacerlo con la valentía y la sabiduría de unos cuantos de los aquí nombrados. Un último aliento que luchará contra el silencio posterior y contra su propia esencia agónica para hacer prevalecer su carga vital residual. Un último acto de generosidad.

  1. Alusión a las memorias del director norteamericano King Vidor, un relato, entre otras cosas, sobre la necesidad y el valor del aprendizaje dentro del oficio: Vidor, King: Un árbol es un árbol, Paidós, Barcelona, 2003. []
  2. Valga la redundancia, pues cinefilia y masoquismo bien pueden parecer sinónimos. []
  3. Su obra teatral ya sufrió en 1946 otra adaptación al cine, con guión del propio Van Druten: Old Acquitance, dirigida por Vincent Sherman en 1943 y con Bette Davis y Miriam Hopkins en los papeles que luego harían suyos Jacqueline Bisset y Candice Bergen. []

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