Por Cecilia Pavón
Para LA NACION
De hecho, hasta estábamos seguras de que Sex and the City era una serie feminista (y eso hacía que nos gustara más). Y no solo nosotras, también algunas académicas de importantes universidades de Estados Unidos compartían el mismo fervor: "Aunque su contenido no es completamente queer , programas como éste tienen el potencial de crear más tolerancia social y cultural en relaciones de todo tipo", escribía en 2001 Jane Gerhard, profesora de la Universidad de Harvard. "Es la primera épica femenina global, la respuesta a la pregunta planteada por Virginia Woolf en el ensayo Un cuarto propio : ¿Qué harán las mujeres cuando finalmente sean libres?", apuntaba la ensayista Naomi Wolf en su artículo "Sex and the Sisters" (2003). Efectivamente, la fantasía de que lo único que las mujeres necesitábamos para atravesar los momentos difíciles de la vida eran buenas amigas y un par de tacos aguja estaba respaldado por una parte significativa del discurso académico norteamericano de los años noventa. Era lo que se conoció como "posfeminismo" o "feminismo de la tercera ola", y que, a grandes rasgos, podría definirse como una disciplina que se preguntaba, con distintas variantes, por el problema de la identidad: qué define la identidad de "género" y, por extensión, cómo se construye cualquier identidad.
Una de las respuestas más contundentes a este problema de origen académico fue la de la teórica Judith Butler, que en El género en disputa (editado en Hispanoamérica por Paidós, más de cien mil ejemplares vendidos en inglés) define el "género" como una matriz social construida culturalmente a la que sería necesario deconstruir. Según este enfoque, la agenda política del movimiento feminista ya no debía privilegiar la lucha por la igualdad de derechos y contra la discriminación, tal como habían hecho las feministas de principios de los años sesenta (o de la "segunda ola") con sus marchas para terminar con la segregación sexual, siempre bajo el lema "liberación femenina". Para las nuevas feministas, más alejadas del activismo y definitivamente próximas a los departamentos de teoría literaria, lo urgente era otra cosa: cuestionar el mismísimo concepto de mujer. Según ellas, sin una revisión escéptica de las categorías heredadas, era imposible actuar políticamente de manera relevante. Hablar en nombre de las mujeres presentaba el riesgo de caer en el esencialismo, la Bestia Negra del posestructuralismo francés de moda por entonces. La tarea principal consistía en dudar de la ficción inherente al "género" y analizar con escepticismo el modo en que esta ficción se articulaba en los artefactos culturales de la sociedad.
Aunque a simple vista no lo parezca, la construcción narrativa de Sex and the City no está tan lejos de esta postura. La serie habla claramente de mujeres, pero el foco no está puesto tanto en sus experiencias personales -profesionales, exitosas o en busca del amor, es decir, en sus interacciones concretas en el mundo- como en sus charlas sobre estas experiencias. En la trama de la película, este amor por la conversación también es protagonista. Ante la actitud dubitativa que el novio de Carrie tiene quince minutos antes de subir las escaleras que lo deberían llevar al al altar, la exagerada reacción de la novia consiste en tirar su teléfono celular, bloquear su dirección de correo electrónico y huir de vacaciones con sus tres amigas a un resort en la costa mexicana. Allí sufrirá como se supone (en un hotel cinco estrellas) pero, sobre todo, superará la situación hablando sobre lo que le acaba de pasar, analizando los hechos, y bromeando con sus pares. Este cuestionamiento que la crítica feminista de los años noventa tenía como meta se fundamentaba "en la idea errónea de que podríamos alcanzar un punto de vista externo desde el que veríamos que los artefactos culturales y las prácticas como el sexo y el género son construcciones", tal como apunta la profesora de la Universidad de Berkeley Linda Zerilli en El feminismo y el abismo de la libertad (FCE). Pero, ese "punto de vista externo", ¿no es el recurso narrativo que sostiene el relato de Sex and the City ? En la serie y la película, todo lo que una mujer necesita en la vida para superar los malos momentos (léase, el maltrato de los hombres) es tres amigas con las que conversar en un bar. Si el bar está en Manhattan, mejor, pero lo central es que la otra parte en conflicto permanezca excluida de la conversación. Durante los cuatro años que duró la serie, los galanes tuvieron poco y nada que decir, y si sumáramos los parlamentos de los varones en la película no llegaríamos ni siquiera a un cuarto de hora.
La estrategia de separar los conflictos cotidianos de su contexto para luego analizarlos desde una posición externa (la charla de café) y pensar que así se superan tiene una contrapartida: la victimización. Porque así como la fábula básica de los estudios culturales de los años noventa (en los que se insertó cómodamente la crítica literaria feminista) es que el poder (falocéntrico, heterosexual, etcétera) es dueño del lenguaje y lo usa para engañarnos hasta que viene la crítica universitaria y nos dice que todo es una construcción ideológica de la que hemos sido víctimas, las charlas de Carrie, Miranda, Samantha y Charlotte están siempre marcadas por la idea de que los hombres son neuróticos e inmaduros y lo único imprescindible son otras amigas que nos expliquen cómo hemos sido víctimas de la insensatez masculina. Tal vez podamos superar los desplantes de los varones y hasta logremos casarnos con ellos, pero la dinámica de fondo no se altera: lo que nos corresponde hacer como mujeres es ser víctimas, y poder darnos cuenta.
Le Tigre, una banda de chicas universitarias formada en 1998 en el underground neoyorquino, define su ideología como "feminismo pop" y también avanza en la misma dirección: "Voy a ir a la marcha de lesbianas porque me gusta marchar rodeada de mujeres. Mujeres desnudas marchando, nadie nos dice qué hacer y qué decir. Somos una masa fuerte de furia feminista", cantaban en su disco Feminist Sweepstakes (2001). Tal vez resulte llamativo comparar las letras de Le Tigre con las de The Pipettes, otra banda de mujeres surgida diez años después en Brighton, Inglaterra. En We Are The Pipettes (2006), su disco debut, estas chicas que hoy trepan a los rankings de su país también hablan de feminismo y utilizan imágenes relacionadas con la sexualidad en sus artificios pop: "Aquella noche te fuiste con tu fan/ y contribuiste a mis aflicciones feministas./ Aflicciones feministas, aflicciones feministas/ para entrepiernas feministas, entrepiernas feministas, oh oh oh" cantan en "One Night Stand". En su caso, la ironía con respecto a un término tan cargado de significados y reinterpretaciones no implica que renuncien a articular un discurso en torno al problema del feminismo, con el que claramente dialogan. Como propone Linda Zerilli, la tarea del feminismo no debería ser "la de preguntarse por el significado de la palabra ´mujer , sino la de pensar nuevos contextos para esta palabra". "No quiero enamorarme, / no quiero ver estrellas, / sólo quiero llamarte la atención, / no quiero ser agasajada,/ sólo quiero tropezarme con vos esta noche, / porque no es amor, pero igual es un sentimiento / es mi cuerpo que se tambalea para moverse cerca del tuyo" concluyen en "Because It s Not Love (But It s Still a Feeling)". Que tres chicas canten que no les interesa el romance, pero sí tener un acercamiento físico y despreocupado con un compañero de baile, y, más aún, que reivindiquen esto como un sentimiento, resulta sin duda más osado (e innovador) que la actitud de cuatro amigas obsesionadas por encontrar marido y que, al fracasar en su búsqueda, reivindiquen su condición de víctimas compartida con otras mujeres, como ellas, "fuertes".
En la línea de Zerilli, podría decirse que la posición implícita en el universo discursivo de The Pipettes "no opera por medio de la duda radical, sino de la imaginación radical, es decir, la creación de figuras o modelos de lo pensable". Hoy hay toda una serie de bandas indie en las que podríamos leer una operación similar: podría decirse que Miss Kittin, Yelle, Peaches, Chicks on Speed y las locales Kumbia Queers, por nombrar algunas, están más preocupadas en imaginar nuevos contextos para las mujeres que por denunciar su lugar de víctimas. Y seguramente a ninguna de ellas les importa si el hecho de identificarse como mujeres es un constructo ideológico internalizado que se debería deconstruir.
De todas maneras, quizá no sea en el terreno musical donde se encuentren los modelos más claros de un feminismo con potencial innovador, sino en el de la tecnología. Allí, la necesidad de crear nuevos contextos para las mujeres también afecta a los hombres. Basta con ver que una figura como Sir Tim Berners-Lee, cuyas ideas inspiraron la creación de Internet, hizo en octubre pasado un llamado para acabar con la "estúpida" cultura tecnológica masculina que tiende a ignorar el trabajo de ingenieras capaces y desanima a otras a entrar en la profesión. "Si hubiera más mujeres involucradas en el diseño de sistemas podríamos evolucionar hacia la interoperabilidad", dijo Berners-Lee. El concepto de "interoperabilidad" (central en el diseño y la arquitectura de la actual Internet) se refiere a la habilidad de diversos sistemas y plataformas para trabajar en conjunto. A mayor interoperabilidad, mayor eficiencia en la performance de los sistemas. Empresas líderes en el sector tecnológico siguen esa política. Entre los encuentros organizados en febrero pasado para la Semana de la Ingeniería Informática, Google llevó a un grupo de niñas de escuelas primarias a conocer al equipo de programadoras de la empresa. El objetivo del evento era promover el acercamiento de las niñas con vistas a que, en el futuro, más chicas decidan inscribirse en carreras como Ciencias de la Computación y Diseño de software , en las que hoy apenas el 30 por ciento de los graduados son mujeres. Es muy probable que las metáforas provenientes del campo tecnológico hoy sean más útiles a la hora de articular figuras de lo pensable para una agenda feminista que aquellas surgidas de la teoría literaria posestructuralista. En la Web, la pregunta por el lugar de las mujeres en el campo de la ciencia encuentra respuestas innovadoras en sitios como www.shessuchageek.com de profesoras de física, así como iniciativas autogestionadas para promover la capacidad científica global. Asociados al ámbito académico, los estudios feministas también se desplazan hacia el campo de las ciencias "duras", tradicionalmente vinculados con la cultura blanca masculina. Un buen ejemplo de esto es la obra de la física y teórica feminista Karen Barad, profesora de la Universidad de Santa Cruz, California. En su libro , que reúne a mujeres interesadas en "ciencia, tecnología y otros temas nerdies ". Allí pueden encontrarse los vínculos de blogs Meeting the Universe Halfway (2007) hace una lectura feminista de la mecánica cuántica desarrollada por Niels Bohr, y propone una nueva epistemología basada en el concepto de interacción entre materia y significado. Según dice, lo que el feminismo hoy en día tiene para aportar es una nueva mirada sobre los procedimientos científicos.
Para ella, "las políticas de género no deben restringirse al modo en que se relacionan hombres y mujeres sino que su foco principal debería estar centrado en cómo entender conceptos como cuerpo y racionalidad, y las fronteras entre naturaleza y cultura". Sin duda, una ambiciosa agenda de horizontes, que deja definitivamente atrás la "novedad" que alguna vez significó ver las charlas de café (y tragos Cosmopolitan) de cuatro amigas en Manhattan.
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Según la lógica del marketing , un producto televisivo de los años noventa que una década después reaparece en formato cinematográfico tiene todo para entretener o poner nostálgicas a las mujeres que seguían aquella serie con un entusiasmo muy parecido a la devoción. Sin embargo, ése no parece el caso de la película Sex and the City . Y es que, después de dos horas y veintidós minutos de ver a cuatro señoras que no paran de comprar artículos de lujo en la Nueva York anterior a la crisis de las hipotecas, la conclusión es más bien decepcionante. Nos preguntamos: ¿de veras era tan increíblemente novedoso y divertido ver a mujeres que hablaban de sexo en televisión? ¿Mujeres que se compraban zapatos caros para que no se sintieran solos aquellos que ya tenían en el armario? ¿Mujeres exitosas de más de 30 años, a la espera de un "príncipe azul" que finalmente les diera sentido a sus vidas? ¿Damas que se vestían como chicas de veinte sólo para parecer señoras de casi cuarenta comportándose como jovencitas? Tal vez, la cuestión no es que todo esto nos gustara; lo preocupante del asunto radicaría en que por entonces pensábamos que esta serie hablaba de mujeres "fuertes".
De hecho, hasta estábamos seguras de que Sex and the City era una serie feminista (y eso hacía que nos gustara más). Y no solo nosotras, también algunas académicas de importantes universidades de Estados Unidos compartían el mismo fervor: "Aunque su contenido no es completamente queer , programas como éste tienen el potencial de crear más tolerancia social y cultural en relaciones de todo tipo", escribía en 2001 Jane Gerhard, profesora de la Universidad de Harvard. "Es la primera épica femenina global, la respuesta a la pregunta planteada por Virginia Woolf en el ensayo Un cuarto propio : ¿Qué harán las mujeres cuando finalmente sean libres?", apuntaba la ensayista Naomi Wolf en su artículo "Sex and the Sisters" (2003). Efectivamente, la fantasía de que lo único que las mujeres necesitábamos para atravesar los momentos difíciles de la vida eran buenas amigas y un par de tacos aguja estaba respaldado por una parte significativa del discurso académico norteamericano de los años noventa. Era lo que se conoció como "posfeminismo" o "feminismo de la tercera ola", y que, a grandes rasgos, podría definirse como una disciplina que se preguntaba, con distintas variantes, por el problema de la identidad: qué define la identidad de "género" y, por extensión, cómo se construye cualquier identidad.
Una de las respuestas más contundentes a este problema de origen académico fue la de la teórica Judith Butler, que en El género en disputa (editado en Hispanoamérica por Paidós, más de cien mil ejemplares vendidos en inglés) define el "género" como una matriz social construida culturalmente a la que sería necesario deconstruir. Según este enfoque, la agenda política del movimiento feminista ya no debía privilegiar la lucha por la igualdad de derechos y contra la discriminación, tal como habían hecho las feministas de principios de los años sesenta (o de la "segunda ola") con sus marchas para terminar con la segregación sexual, siempre bajo el lema "liberación femenina". Para las nuevas feministas, más alejadas del activismo y definitivamente próximas a los departamentos de teoría literaria, lo urgente era otra cosa: cuestionar el mismísimo concepto de mujer. Según ellas, sin una revisión escéptica de las categorías heredadas, era imposible actuar políticamente de manera relevante. Hablar en nombre de las mujeres presentaba el riesgo de caer en el esencialismo, la Bestia Negra del posestructuralismo francés de moda por entonces. La tarea principal consistía en dudar de la ficción inherente al "género" y analizar con escepticismo el modo en que esta ficción se articulaba en los artefactos culturales de la sociedad.
Aunque a simple vista no lo parezca, la construcción narrativa de Sex and the City no está tan lejos de esta postura. La serie habla claramente de mujeres, pero el foco no está puesto tanto en sus experiencias personales -profesionales, exitosas o en busca del amor, es decir, en sus interacciones concretas en el mundo- como en sus charlas sobre estas experiencias. En la trama de la película, este amor por la conversación también es protagonista. Ante la actitud dubitativa que el novio de Carrie tiene quince minutos antes de subir las escaleras que lo deberían llevar al al altar, la exagerada reacción de la novia consiste en tirar su teléfono celular, bloquear su dirección de correo electrónico y huir de vacaciones con sus tres amigas a un resort en la costa mexicana. Allí sufrirá como se supone (en un hotel cinco estrellas) pero, sobre todo, superará la situación hablando sobre lo que le acaba de pasar, analizando los hechos, y bromeando con sus pares. Este cuestionamiento que la crítica feminista de los años noventa tenía como meta se fundamentaba "en la idea errónea de que podríamos alcanzar un punto de vista externo desde el que veríamos que los artefactos culturales y las prácticas como el sexo y el género son construcciones", tal como apunta la profesora de la Universidad de Berkeley Linda Zerilli en El feminismo y el abismo de la libertad (FCE). Pero, ese "punto de vista externo", ¿no es el recurso narrativo que sostiene el relato de Sex and the City ? En la serie y la película, todo lo que una mujer necesita en la vida para superar los malos momentos (léase, el maltrato de los hombres) es tres amigas con las que conversar en un bar. Si el bar está en Manhattan, mejor, pero lo central es que la otra parte en conflicto permanezca excluida de la conversación. Durante los cuatro años que duró la serie, los galanes tuvieron poco y nada que decir, y si sumáramos los parlamentos de los varones en la película no llegaríamos ni siquiera a un cuarto de hora.
La estrategia de separar los conflictos cotidianos de su contexto para luego analizarlos desde una posición externa (la charla de café) y pensar que así se superan tiene una contrapartida: la victimización. Porque así como la fábula básica de los estudios culturales de los años noventa (en los que se insertó cómodamente la crítica literaria feminista) es que el poder (falocéntrico, heterosexual, etcétera) es dueño del lenguaje y lo usa para engañarnos hasta que viene la crítica universitaria y nos dice que todo es una construcción ideológica de la que hemos sido víctimas, las charlas de Carrie, Miranda, Samantha y Charlotte están siempre marcadas por la idea de que los hombres son neuróticos e inmaduros y lo único imprescindible son otras amigas que nos expliquen cómo hemos sido víctimas de la insensatez masculina. Tal vez podamos superar los desplantes de los varones y hasta logremos casarnos con ellos, pero la dinámica de fondo no se altera: lo que nos corresponde hacer como mujeres es ser víctimas, y poder darnos cuenta.
Le Tigre, una banda de chicas universitarias formada en 1998 en el underground neoyorquino, define su ideología como "feminismo pop" y también avanza en la misma dirección: "Voy a ir a la marcha de lesbianas porque me gusta marchar rodeada de mujeres. Mujeres desnudas marchando, nadie nos dice qué hacer y qué decir. Somos una masa fuerte de furia feminista", cantaban en su disco Feminist Sweepstakes (2001). Tal vez resulte llamativo comparar las letras de Le Tigre con las de The Pipettes, otra banda de mujeres surgida diez años después en Brighton, Inglaterra. En We Are The Pipettes (2006), su disco debut, estas chicas que hoy trepan a los rankings de su país también hablan de feminismo y utilizan imágenes relacionadas con la sexualidad en sus artificios pop: "Aquella noche te fuiste con tu fan/ y contribuiste a mis aflicciones feministas./ Aflicciones feministas, aflicciones feministas/ para entrepiernas feministas, entrepiernas feministas, oh oh oh" cantan en "One Night Stand". En su caso, la ironía con respecto a un término tan cargado de significados y reinterpretaciones no implica que renuncien a articular un discurso en torno al problema del feminismo, con el que claramente dialogan. Como propone Linda Zerilli, la tarea del feminismo no debería ser "la de preguntarse por el significado de la palabra ´mujer , sino la de pensar nuevos contextos para esta palabra". "No quiero enamorarme, / no quiero ver estrellas, / sólo quiero llamarte la atención, / no quiero ser agasajada,/ sólo quiero tropezarme con vos esta noche, / porque no es amor, pero igual es un sentimiento / es mi cuerpo que se tambalea para moverse cerca del tuyo" concluyen en "Because It s Not Love (But It s Still a Feeling)". Que tres chicas canten que no les interesa el romance, pero sí tener un acercamiento físico y despreocupado con un compañero de baile, y, más aún, que reivindiquen esto como un sentimiento, resulta sin duda más osado (e innovador) que la actitud de cuatro amigas obsesionadas por encontrar marido y que, al fracasar en su búsqueda, reivindiquen su condición de víctimas compartida con otras mujeres, como ellas, "fuertes".
En la línea de Zerilli, podría decirse que la posición implícita en el universo discursivo de The Pipettes "no opera por medio de la duda radical, sino de la imaginación radical, es decir, la creación de figuras o modelos de lo pensable". Hoy hay toda una serie de bandas indie en las que podríamos leer una operación similar: podría decirse que Miss Kittin, Yelle, Peaches, Chicks on Speed y las locales Kumbia Queers, por nombrar algunas, están más preocupadas en imaginar nuevos contextos para las mujeres que por denunciar su lugar de víctimas. Y seguramente a ninguna de ellas les importa si el hecho de identificarse como mujeres es un constructo ideológico internalizado que se debería deconstruir.
De todas maneras, quizá no sea en el terreno musical donde se encuentren los modelos más claros de un feminismo con potencial innovador, sino en el de la tecnología. Allí, la necesidad de crear nuevos contextos para las mujeres también afecta a los hombres. Basta con ver que una figura como Sir Tim Berners-Lee, cuyas ideas inspiraron la creación de Internet, hizo en octubre pasado un llamado para acabar con la "estúpida" cultura tecnológica masculina que tiende a ignorar el trabajo de ingenieras capaces y desanima a otras a entrar en la profesión. "Si hubiera más mujeres involucradas en el diseño de sistemas podríamos evolucionar hacia la interoperabilidad", dijo Berners-Lee. El concepto de "interoperabilidad" (central en el diseño y la arquitectura de la actual Internet) se refiere a la habilidad de diversos sistemas y plataformas para trabajar en conjunto. A mayor interoperabilidad, mayor eficiencia en la performance de los sistemas. Empresas líderes en el sector tecnológico siguen esa política. Entre los encuentros organizados en febrero pasado para la Semana de la Ingeniería Informática, Google llevó a un grupo de niñas de escuelas primarias a conocer al equipo de programadoras de la empresa. El objetivo del evento era promover el acercamiento de las niñas con vistas a que, en el futuro, más chicas decidan inscribirse en carreras como Ciencias de la Computación y Diseño de software , en las que hoy apenas el 30 por ciento de los graduados son mujeres. Es muy probable que las metáforas provenientes del campo tecnológico hoy sean más útiles a la hora de articular figuras de lo pensable para una agenda feminista que aquellas surgidas de la teoría literaria posestructuralista. En la Web, la pregunta por el lugar de las mujeres en el campo de la ciencia encuentra respuestas innovadoras en sitios como www.shessuchageek.com de profesoras de física, así como iniciativas autogestionadas para promover la capacidad científica global. Asociados al ámbito académico, los estudios feministas también se desplazan hacia el campo de las ciencias "duras", tradicionalmente vinculados con la cultura blanca masculina. Un buen ejemplo de esto es la obra de la física y teórica feminista Karen Barad, profesora de la Universidad de Santa Cruz, California. En su libro , que reúne a mujeres interesadas en "ciencia, tecnología y otros temas nerdies ". Allí pueden encontrarse los vínculos de blogs Meeting the Universe Halfway (2007) hace una lectura feminista de la mecánica cuántica desarrollada por Niels Bohr, y propone una nueva epistemología basada en el concepto de interacción entre materia y significado. Según dice, lo que el feminismo hoy en día tiene para aportar es una nueva mirada sobre los procedimientos científicos.
Para ella, "las políticas de género no deben restringirse al modo en que se relacionan hombres y mujeres sino que su foco principal debería estar centrado en cómo entender conceptos como cuerpo y racionalidad, y las fronteras entre naturaleza y cultura". Sin duda, una ambiciosa agenda de horizontes, que deja definitivamente atrás la "novedad" que alguna vez significó ver las charlas de café (y tragos Cosmopolitan) de cuatro amigas en Manhattan.
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