(Este texto se ha desplazado a través de la red de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana)
Parece que en Cuba todo se inicia con la luz de cada mañana. El cubano, atrapado en un ejercicio de recordar que es otra manera del olvido, ha sido una y otra vez víctima de esa ilusión, según la cual determinadas acciones no tuvieron antecedentes. Ahora mismo, cuando se ha desatado el inmenso impacto mediático que tuvo por vez primera en la Isla la celebración del Día Mundial de la Lucha contra La Homofobia, podría creerse que, en efecto, nunca antes hubo gestos en pos de lo que ese día finalmente consiguió: la visibilización y socialización de una comunidad que quiere creerse tal cosa, a pesar de que, para serlo, necesite de algo más que 24 horas de desenfreno libertario. El acontecimiento ha sido, creo que para bien más que para mal, centro de comentarios, noticias, reportajes y discusiones que la prensa ha acogido o no; pero también ha comenzado a cubrir una zona de urgencias que el gay cubano entendía como vedadas. Lo que ocurrió el 17 de mayo (día en el que tradicionalmente se celebra en el país la Jornada del Campesino: ¿qué dirían de esta confluencia Reinaldo Arenas o Samuel Feijóo); es la punta de un iceberg que llevaba demasiado tiempo sumergido. Como también sucede con mucha frecuencia en Cuba, habrá que ver si somos capaces de seguir mostrando otras partes de esa superficie hasta no hace mucho congelada.
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Entre 1998 y el 2000 organicé las Jornadas de Arte Homoerótico bajo el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz, en la Madriguera, sede de esa institución en La Habana. En esas tres ediciones, que me exigieron un agotador empeño personal, pude hacer coincidir a escritores, pintores, teatristas, cineastas, críticos, etc. Un público que regó la noticia a viva voz, contraponiéndose al silencio y terror de los periodistas que se negaron a difundir el hecho en sus espacios, acudió a ese lugar por tres años consecutivos, para escuchar a Antón Arrufat, Pedro de Jesús López, Arlén Regueiro, Frank Padrón, Luciano Castillo, Mirtha Souquet, Víctor Fowler, Ramiro Guerra, Mercedes Borges, o contemplar obras plásticas de Rocío García, Alexis Álvarez, Reynold Campbell, Raúl Martínez, Servando Cabrera Moreno, Lino Fernández, René Peña o Eduardo Hernández. Nada de eso parece haber sucedido, porque apenas se mencionó ese antecedente en la celebración del pasado mayo.
La desmemoria es un buen aliado para algunos, y así, he tenido que escuchar a ciertos personajes apuntarse el supuesto valor de haber sido los iniciadores de este tipo de encuentros mucho después de que aquellas tres jornadas se sucedieran. Tal vez, en lo personal, eso sea lo menos importante. Tal vez, sin embargo, sea algo a considerar con gravedad. Porque lo cierto es que en Cuba, a veces arriesgando más de lo que se cree, hace rato que algunos artistas han apostado por una visión que, desde los extremos del sexo semejante o disidente, incluya los modelos de la homosexualidad en tanto acto posible, junto a todos los otros que, desde una perspectiva de franca inclusividad, componen la imagen de un país que a ratos, a pesar suyo o no, ha debido asumir esas variables de su identidad fragmentada y cada vez menos comprensible desde un margen estrecho de asimilaciones. Las piezas de Raúl Martínez que se mostraron ahora en la Fundación Ludwig de Cuba ya habían sido expuestas en las Jornadas que menciono, gracias a la cortesía infinita de Abelardo Estorino quien nos cedió, además, fragmentos del por entonces aún inédito libro de memorias del destacado pintor, que recorrían los pasillos de varias instituciones sin que ninguna se atreviera aún a editarlo, cosa que no ocurrió sino hasta el pasado año. Y antes fueron expuestas, en vida de Raúl, en Guantánamo, para escándalo de las veladoras de una galería local, mediante los manejos de Jorge Fernández, amigo del pintor que lo convenció de que ya era hora de mostrar esos collages en los que Jeff Stryker era un símbolo de la Conquista, falo inmenso mediante, ante los ojos de la pacatería nacional. O sea, que nada viene de la nada. Me gustaría que fuéramos un poco más elegantes y diplomáticos cuando de fundar se trata. Pasar por alto los riesgos ajenos, el pacto de honestidad que otros han alzado cuando les tocó asumir verdades rdientes, es una costumbre que insistimos por desgracia en mantener viva. He aprendido de mis maestros que reconocer los talentos y atrevimientos ajenos no reduce los nuestros en ningún sentido. Pero ya se sabe, vivimos en un país donde mucha gente tiene el síndrome de Colón.
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No voy a repetir la historia que ya se sabe; pero un estudioso no se dejaría engañar por el ciclón de turno, y podría afirmar que todo se reorganizó, a la manera de un mapa muy primario, a fines de los 80. Es la época en que se escriben y publican Vestido de novia, y ¿Por qué llora Leslie Caron?: la literatura cubana se plantaba en su coming out, adelantándose sobre el silencio que desde los 60 cayó sobre la expresión de un homosexual cubano.
A diferencia de otros contextos, no contamos con una historia detallada o al menos sistemática que nos permita entender al homosexual en la historia de lo cubano como un rostro menos intermitente. Los gays de aquella Cuba sin duda leyeron la edición mexicana de El Homosexual en Norteamérica, firmada por Donald Wester Cory, que apareció en 1951 bajo el sello de Compañía General de Ediciones S.A. y que en verdad estaba firmado por Edgar Sagarin. O tenían tal vez noticias de asociaciones como la Mattachine Society o Daughters of Bilitis. Difícil saberlo, porque es una de las historias no escritas de la Nación en tanto complementos de sujetos y verdades acalladas. La Revolución no aportó el amplio margen de libertad sexual que los 60 acogieron en sus aristas más intensas, y tras la llegada de los barbudos, ninguna otra melena o extravagancia fue consentida. La ecuación redujo al homosexual al estado de lacra, de enemigo político. Y como tales, fueron anulados de cualquier visibilidad. No hablo solo de artistas tan notables como Virgilio Piñera o José Lezama Lima, de promotores como José Mario, de poetas como Lina de Feria. Hablo de personas, y las recientes declaraciones con las que Guillermo Rodríguez Rivera quiso responderme a partir de un artículo que escribí sobre el defenestrado grupo El Puente, demuestran la actualidad penosa de algunas de las normas que quisieron disminuir y desaparecer a esa clase de ciudadanos.
Pasajes vergonzantes como la UMAP o los insultos propinados durante el éxodo del Mariel no pueden ser borrados ni ignorados, aunque tantas veces se nos quiera hacer creer que a ese pasado no hay que volver los ojos. A mediados de los 80, algo tenía que cambiar. Los homosexuales, junto a rockeros, hippies, reos, prostitutas, y también representantes de otros índices de "desviación", saltaron a las páginas y obras de una nueva moda de entender la rebeldía como arte. Ya no hubo manera de devolverlos a la sombra. Eran un síntoma de la Cuba que se desperezaba.
La onda expansiva que provocó Senel Paz con El lobo, el bosque, el hombre nuevo, de la cual emanó el filme cubano de mayor renombre internacional, Fresa y chocolate; fue un estremecimiento para el cual muchos estratos del país (especialmente los más conservadores), no estaban preparados. Catorce años tardó esa película, nominada al Oscar, ganadora en Berlín, y poseedora de un récord de espectadores sin igual en la Isla, en llegar a las legitimadoras y morosas pantallas de la televisión nacional. Recuerdo las colas, los empujones, los tumultos que en aquel Festival de Cine de 1993 se arremolinaban ante las salas donde se exhibía el largometraje de Titón-Tabío: se corría la voz de que terminado el evento, no se volvería a proyectar. Afortunadamente, era solo una leyenda, y la retrospectiva del cine almodovariano que colmó los espacios de otra edición del mismo Festival, permitió reconocer ya a ciertos rostros que no ocultaban su anhelo de diferencia entre quienes se dirigían a las proyecciones. Homosexuales evidentes, travestis, enfermos de VIH/SIDA, de las edades más diversas, estaban ahí. Se reconocían en el campo de protección que les brindaba un panorama cultural que comenzaba a examinarlos sin trauma. En pleno tiempo de clandestinajes (el Período Especial hacía que cada noche se volviera una aventura de riesgo extremo), estaban ahí, desafiando a la policía, a los órdenes de cualquier rechazo, sin ánimo de retroceder.
Varios documentales dan fe de ese avance. Tierra de altos contrastes, Cuba llegó a prohijar fiestas populares en los años más duros del Período en las que un CDR animaba sus noches de fiesta revolucionaria con los travestis de la barriada, como se muestra en Mariposas en el andamio. En Santa Clara, El Mejunje ya se había convertido en un punto de referencia ineludible. La pandemia del SIDA había obligado al país, incluso a sus sectores menos progresivos, a promover campañas que incluían la visibilidad de otros tabúes y problemas que también a mediados de los 80 empezaron a entreverse como parte de la Campaña de Educación Sexual que coordinaran, entre otros especialistas, Mónica Krause y Celestino Álvarez Lajonchere, antecesores de la actual labor del CENESEX. El clímax se alcanzó en el 95, cuando, tras la celebración en el Teatro América, de la gala final de un concurso de travestismo y transformismo, se dictaminó la prohibición de tales acontecimientos. En 1993 llegan a Cuba los primeros representantes de Queer for Cuba, una agrupación de gays y lesbianas norteamericanos que, guiados por Stephanie Davies, intentaron activar una filial del ILGA en Cuba, infructuosamente. Gracias a un atrevimiento mayúsculo, en 1994 el Desfile del Primero de Mayo de 1994 mostró al pueblo cubano por vez primera la bandera del Arcoiris en una manifestación pública de tal alcance: algo que tampoco ocurrió, por vez primera, el pasado 17 de mayo, y si alguien lo duda, puedo remitirlo a las imágenes finales de Gay Cuba, un bien intencionado aunque no siempre contundente documental de Sonja deVries. Curiosamente, a fines de esa década, se vieron más actores que nunca asumiendo roles femeninos en la televisión cubana, siempre dentro del riesgoso ámbito del humorismo. Ulises Toirac como Liudmila, Osvaldo Doimeadiós como la insuperable Margot, y otros que se añaden a una lista que incluye a la zafia Mariconchi de Orlando Manrufo, subrayaban el sentido transgresor de lo que Carlos Díaz o José Milián y Nelson Dorr, en el teatro, ya combinaban con mayor o menor éxito. Almodóvar calificó a Fresa y chocolate como una película "demasiado amable". El sobrevalorado, aunque importante filme, más allá de las especulaciones excesivas de Rufo Caballero (quien desde su crítica ya quería cubrir de Oscares a Perugorría), había plantado un límite en el que la fisicalidad de los acontecimientos se reducía al verbo y a la amistad: el homosexual cubano había ganado un rostro, pero cargaba con una castidad aberrante. Habría que esperar al 2000 para que otro homosexual cubano dijera, desde las pantallas, el nombre de su deseo. Aunque lo dijera en inglés y recortado contra un paisaje mexicano que remedaba al de la Isla, Reinaldo-Arenas-Javier Bardem lo gritó, antes de que anocheciera.
El eco de lo que el filme de Schnabel desató en Cuba fue inconmesurable, aunque el escándalo, como suele suceder, corriera solo puertas adentro, recordando lo que, en 1984 desencadenó el estreno de Conducta impropia. El filme fue diseccionado, atacado, negado, con el mismo encono con el que el autor de las memorias que lo originaban fuera tratado en vida. Reinaldo Arenas es el cadáver más incómodo de la Literatura Cubana. Su grandeza como narrador es directamente proporcional a su capacidad reactiva. Un estudioso de las letras cubanas, también novelista, se preguntaba en un texto de hace unos años, cuándo podríamos leer El color del verano sin el peso de lo político, sin estremecernos ante sus dispositivos rabiosamente colocados en cada página.
La respuesta a esa interrogante vacía es simple: nunca. El día en que podamos leer ese libro indescriptible con tal tranquilidad ya no será más El color del verano, ya Reinaldo Arenas no será el hombre que levantó la venganza a índices de creación insólitos dentro de lo Cubano. Hacernos reconocer que también esa rabia, esa fuerza negadora, esa bomba de tiempo, nos pertenece, es su mejor venganza; dulcificarla o edulcorarla, un acto de inmadurez. Valga para entender eso el golpe en el estómago que representa Seres extravagantes, el brillante documental de Manuel Zayas.
En 1998 se producen, también acontecimientos más o menos liberadores. Víctor Fowler edita La maldición, una historia del placer como conquista, que recoge momentos de la tradición homoerótica en la literatura cubana, que anuncian un libro mayor y mejor, aunque este nunca se vendió en moneda nacional. También hay gestos regresivos, como la edición de Homosexualidad, homosexualismo y ética humanista, de Felipe Pérez Cruz, que se edita en el 99 y tampoco se pone al alcance del lector en moneda nacional, lo cual, teniendo en cuenta su visión estrecha, es digno de agradecer.
Alberto Garrandés, Alberto Abreu, Jesús Jambrina, Alfredo Alonso y Abel Sierra Madera (este último con Del otro lado del espejo, Premio de Ensayo Casa de las Américas 2006, que aún no ha tenido una difusión masiva), van ganando terreno en las ideas que la queer theory ha ido procreando, aunque a su paso la Isla dos de sus mejores representantes, interesados en lo que aportan los creadores de nuestro país, hayan recibido una suerte de ducha fría por parte de altos funcionarios de nuestra Escuela de Letras. Los libros de Daniel Balderston, José Quiroga o Emilio Béjel, por mencionar solo tres nombres de referencia insoslayable, apenas son comentados o leídos acá, donde viven o vivieron escritores que ellos analizan con lucidez: Ena Lucía Portela, Pedro de Jesús, Ana Lidia Vega, Mae Roque, Jorge Ángel Pérez, Abilio Estévez, Francisco Morán, Juan Carlos Valls, José Félix León, etc. Eso pasa en la vida de la cultura. En la vida de la Vida, ¿qué pasaba?
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En una nación como Cuba ser maricón es algo que exige tener muchos cojones. Más de dos, diría incluso algún travesti de los que se atreve cada noche a hacer sus rondas. La policía es un cuerpo homofóbico que sigue encontrando en el gay una víctima fácil, en la cual descargar siglos de odio a manera de multas y golpes. La inexistencia de lugares donde socializar reduce a ghettos invisibles las trayectorias del homosexual, confinado, junto a otros sectores demasiado "desenfrenados" a deambular de un punto a otro de la ciudad, en riesgo perpetuo de ser encarcelado o penalizado, si bien en la Constitución hace años que el homosexualismo dejó de ser delito. Queda una cláusula, sin embargo, lo suficientemente nebulosa como para dejar las manos sueltas en direcciones no siempre edificantes, casi siempre en contra de las "zonas blandas de la sociedad", según reza una frase lamentable. Las defensas legales del homosexual cubano no existen, de ahí que me parezca aún ridículo el que tantos aspiren a contraer matrimonio o a adoptar, cuando todavía no poseen, en cuanto a derechos civiles, rango de verdaderas personas que puedan demandar, rebatir y lograr vencer al machismo uniformado. Los avances del CENESEX y del Centro de Prevención de ITS/VIH/SIDA han sido, por lo general estrategias persuasivas que decaen ante la violencia de lo que la noche dice como verdad. De esas noches habrá que buscar datos en libros extranjeros, como Machos, maricones y gays, de Ian Lumsden, porque el fondo de investigaciones de esas instituciones rara vez ha alcanzado la luz pública. No es sino hasta muy poco que aparece una revista cubana sobre sexualidad. Pregúntele a un gay cubano que es la Declaración de Montreal, y verá cuán pocos sabrán de lo que está usted hablándole.
Por todo ello, lo sucedido en el Pabellón Cuba el pasado 17 de mayo tuvo consecuencias y resonancias francamente inusitadas y excepcionales. La cautela, prudencia o límites que el CENESEX ha mostrado en sus acciones previas, ha sido catapultada a una visibilidad extraordinaria. Mariela Castro es el centro de ese impulso, y es una mujer francamente inteligente, que a diferencia de lo que sucede en tantos ámbitos no solo políticos de lo cubano, ha sabido esperar. La paciencia no es una costumbre latina, al menos no con frecuencia, pero sí algo que ella ha sabido manejar con elegancia. Tiene sobre sí, como ventaja de doble filo, su árbol genealógico, pero ella ha conseguido transformar ese ramaje en una plataforma de acción que dirige hacia un sector hasta no hace mucho carente de cualquier clase de amparo. Su propia existencia y su fe en esas coordenadas deja a sus enemigos en una postura difícil, que basa sus ataques en la afirmación de que la sexóloga ha dinamizado todo esto por ser la heredera de quien es. Vuelta de la paradoja: si antes nadie defendía a los gays, había motivos de queja; ahora que alguien asume ese rol tan polémico, hay que anularla y regresar a la posición anterior; imagino que Mariela esté consciente de la crisis que cada proyecto suyo genera en quienes la confrontan. Poco a poco, unificando fuerzas, la hija de Vilma y Raúl ha concentrado empeños que le permitieron armar todo lo que en ese día ocurrió en La Habana, y también en Sancti Spíritus, Santa Clara, Santiago de Cuba y Pinar del Río, con mayor o menor suerte organizativa en cada sitio particular. El día en cuestión tuvo mucho de catarsis, probablemente demasiado, pero era un paso que ya se demoraba demasiado y que ya es historia. Los recelos políticos de siempre, dentro y fuera de la Isla, no han dejado de mostrarse. Para nadie es un secreto que ciertos elementos del Partido y la Juventud y otras instancias, pese al apoyo que ellas mismas prodigaron al CENESEX, no miran con buenos ojos tal destape. Se pretexta lo de siempre: "el pueblo no está aún preparado para esto". Me pregunto si al pueblo se le ha preguntado al respecto, si se le preguntó al pueblo si la política que se erigió, cuando el SIDA tuvo su primer brote en Cuba para aislar a los enfermos, fue consultada con la población que veía alejarse a parientes y amigos hacia los sanatorios como dobles condenados a esa forma de la muerte que es la invisibilidad y el silencio.
Ese mismo pueblo acude a ver obras teatrales, plásticas y cinematográficas que abordan el homosexualismo desde hace ya varios años en este país sin agarrarse de las cortinas ni clamar por la sangre de sus mártires ante tal "desafuero". Ese mismo pueblo, también, demostró sin embargo cuán distinto es el asunto si los implicados en esas historias son representantes de sí mismos. Ese fenómeno retardatario que fue la telenovela La otra cara de la luna demostró no sólo la visión estereotipada que tiene la televisión cubana sobre el homosexual o el seropositivo, sino también cuánto hay que hacer aún para que las acciones a favor de esas personas deje ser una simple mirada conmiserativa. Es hora ya de convocar al mejor talento artístico para recordar a todos que un homosexual es antes que todo una persona, y que como tal, más allá de sus gustos, es que debe ser tratado y representado. Pero la televisión, sobre todo en Cuba, es cosa de otro mundo, y no faltan en ella comentaristas bienintencionados que tratan de convencernos de que el gay y la lesbiana son exactamente eso, personas, aunque no iguales a nosotras, y a las que hay que comprender y tolerar, más que asumir a partir de sus propias dignidades. Ese mismo medio de difusión pudo, al fin, transmitir Brokeback Mountain sin que se cayera el mundo al otro día; aunque justo es decir que filmes de esta temática, como Mi vida color de rosa o In the gloaming, ya han ocupado esos espacios con anterioridad. A pesar de que el presentador mande a los niños a dormir antes de hablar a cámara sobre asuntos tan arduos. Que algún día la fiebre de series norteamericanas que invade la cartelera de la TV cubana llegue a incluir temporadas de Queer as Folk o The L Word, es otra cosa. Paciencia, compañeros, ya lo dijo Chan Li Po.
En el Pabellón se habló de acciones contra la transmisión de enfermedades sexuales, se dialogó sobre teatro y homofobia, se organizó una lectura de textos narrativos y poéticos, se presentaron grupos de Teatro Espontáneo. Hubo, a pesar del esfuerzo organizativo, un cierto aire de improvisación inherente a toda primera vez, que no excluyó un determinado concepto del desorden, aunque nunca llegó a rozarse el caos. Me pregunto, por ejemplo, si el espacio abierto y ruidoso donde las personas presentes cumplimentaron su primera necesidad tras tanto silencio: la de socializarse, reconocerse, conocerse y dialogar, era el mejor para los debates y presentaciones, a veces sobre temas muy específicos, que allí se expusieron y que hubieran exigido menos algarabía alrededor. Faltaron nombres importantes y fácilmente localizables en la lectura de escritores, que hubieran debido estar ahí como reconocimiento al compromiso que por años han mantenido con ciertos debates y riesgos. La exposición de Raúl Martínez y Rocío García de la Fundación Ludwig hubiera merecido una galería menos alejada de la mira mayoritaria que conoce o no a esos importantes creadores. La exhibición de materiales fílmicos cubanos sobre el tema pudo ser más destacada y subrayada en todo el programa, aunque esos trabajos, realizados en su mayoría por gente muy joven, han logrado aparecer en eventos y certámenes que, como el propio Festival de Cine Latinoamericano, el Festival de Cine Pobre, la Muestra de Jóvenes Realizadores o el IMAGO, los asumen sin prejuicios, llámense Leo y Julita, Pool with two figures, Ella trabaja y varios más que bien merecen mayor cantidad de espacios para visionaje. Tal y como ha podido tenerlos el mismo espectador cubano para celebrar filmes como Frida, naturaleza viva, Tan de repente, Wilde, Banquete de bodas, El juego de lágrimas, Madame Satá, Priest, G.A.Y, Eduardo II, Nueve reinas, Adiós, mi concubina, XXY, Plata quemada, retrospectivas de Pasolini y Fassbinder, etc. Todo ello, sin embargo, es mejorable, y si se da de nuevo la oportunidad, espero que se convoquen a las personas correspondientes, de acuerdo con sus talentos y verdaderas responsabilidades, y no por estrategias de mera obra de choque, para que la segunda vuelta resulte mejor. Lo más notable del agotador día, en el que ya se sabe cuántas figuras políticas y culturales estuvieron presentes; lo que me llevaré en la memoria, fue la alegría veraz de tantos gays y lesbianas, la emoción con la cual, por fin, sintieron que algo se abría para ellos. Como dije a una periodista extranjera, lo importante sería que el aire de fiesta no tarde un año en repetirse, que el ánimo ahí desatado no se quede en síntoma de mera campaña. Ahora es que debe replantearse todo. La llegada es solamente un punto de partida.
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En el escenario del Cine Teatro Astral está Mimí la Mejicana. O Chantal, o Imperio, o Estrellita, o Samantha, o Kyria, o Farah, Oriana, Cindy o Alina. Son transformistas de la noche habanera. Algunas están vinculadas al CENESEX, otras se ganan la vida en espacios como la Casa de Rogelio, o la Unión Francesa u otros menos visibles. Varias podrían contar anécdotas sobre el explosivo final del Periquitón, la disco gay clandestina más fabulosa de La Habana, donde un policía abofeteó a Jean Paul Gaultier. Rufo Caballero hablará sobre sus apariciones con ese fervor no menos eruptivo que lo pone al borde de lo camp, leyendo en sus gestos el triunfo conciliatoria entre alteridad y Revolución, mediante una ecuación asombrosa. Para ellas, esta noche es el comienzo de un sueño o el sueño de un comienzo. En ese mismo teatro, rescatado por la Batalla de Ideas y cerrado para acciones que no cuenten con la anuencia de los filtros políticos, ellas doblan canciones de sus ídolos sobre un fondo que es la bandera cubana. Carlos Díaz dirige un espectáculo que las agrupa, por tres horas, y que mantiene al público en sus asientos, devorando cada momento de lo que muchos creyeron imposible: una mezcla de Priscilla, queen of the desert con las Charangas bejucaleñas. En primera fila, están artistas, críticos, funcionarios y Mariela Castro, a quienes las divas de la noche regalan flores con agradecimiento sincero. Vestida con sencillez, que no con galas de revolucionaria de caviar, como dijo alguien con un resentimiento que cancela la posibilidad de otros análisis. La noche del Astral es la culminación de un empeño que debiera mover a unirnos. Sólo que los cubanos, por desgracia, solemos ir muchas veces en una dirección contraria.
A no todo el mundo, dentro de lo que insiste en llamarse una comunidad gay cubana, le agradó la celebración. No falta quien sospeche que todo sea una armazón coyuntural, o el que espera en su casa la disculpa por los maltratos e insultos recibidos. No me asusta reconocer que es comprensible: tanto silencio y desidia se ha acumulado que es difícil drenar ciertas angustias y recuerdos. Lo que no me parece justo es proponer una visión congelada de la historia: veinte años atrás nada de esto sería posible. Los enemigos tradicionales no de Cuba, sino de la Revolución Cubana, parecen removerse con incomodidad al ver que algo que era un arma infaltable en sus ataques comienza a escapársele, y atacan lo sucedido, sin contar con el entusiasmo de la mayoría que sí se presentó en el Pabellón, para hacer el coming out público más inesperado de la historia de la nación cubana. Negarse a dejar atrás lo que por años nos inmovilizó para avanzar a nuevos estadíos que se nos ofrecen, no es nunca una acción aconsejable. Tan paralizante es creer que todo va a ser resuelto por arte de magia en una cuestión tan ardua como esta, como no aceptar que pueden ganarse diálogos y perspectivas renovadoras sobre este y otros asuntos candentes que en la Cuba de ahora mismo exigen ser rediseñados y discutidos a profundidad. Creo francamente que algo se ha avanzado, si bien insisto en que debe aún procurarse una voluntad mancomunada que rebase los alcances en la esfera de la simple campaña de salud o en la persistencia de los mensajes que procuren una tolerancia poco edificante hacia el homosexual. Hasta hoy hemos tenido elementos dispersos que no alcanzaban a ganar una visibilidad que los reestructura como un corpus de ideas y acciones que confirmen la potencialidad de discursos, proyectos, ganancias no solo reivindicativas sino también polémicas que se superen y diseminen nuevas proyecciones tan críticas como regeneradoras. Ahora que la plataforma está abierta, es el momento de proponer otras dimensiones del logro, dinamitando convenciones que hasta el 16 de mayo, 24 horas antes del suceso que provoca estos párrafos, parecían inamovibles.
Me permito, antes del cierre, una mirada ya exclusivamente personal. Hace veinte años firmé un poema que, a la vuelta de estas décadas, ya ha dejado de ser mío para devolvérseme en las memorias y vidas de sus lectores. Confieso, pese a ello, que descreo no solo de las asociaciones que a fuerza de agrupar homosexuales o cualquier otro orden de minorías, acaban implantando un ghetto que se define, a veces inconscientemente, como un ámbito reductor. Confieso mi recelo antes quienes imaginan al gay cubano como copia mecánica de la comunidad gay que en el primer mundo ha terminado por convertirse en una industria que consume cuerpos y estereotipos tan peligrosos o engañosos como los que el mundo heterosexual ha acuñado sobre nosotros durante siglos.
Confieso mis recelos ante el sentido normativo que implican los matrimonios entre personas del mismo sexo, remedo de un ceremonial que el segmento machista y heterosexista ha convertido en uno de sus símbolos más férreos. Confieso mi desconfianza ante la imagen del homosexual como víctima, incapaz de alzarse por sí mismo en defensa de sus derechos y espacios de intercambio orgulloso de ser el cuerpo deseante que es, sin que deban intervenir instituciones formales a protegerlo o justificarlo. Confieso mi incomodidad ante la inveterada costumbre cubana de perder fuerzas en la ejecución de una idea o un proyecto que, una vez anunciado, comienza a desleírse y a perder organicidad. Confieso mi incredulidad ante los escritores, artistas, promotores y demás personas que, tras años de enclosetamiento, quieren aparecer ahora, bajo el golpe coyuntural, como líderes de una causa de la que antes renegaron; así como de los heterosexuales que (por suerte no son todos los casos) ahora parecen sumarse al carro por simple moda. Confieso mi negación rotunda a permitir que el pasado del homosexual en Cuba sea "lavado" mediante maniobras inconsecuentes que eludan la carga de dolor, sacrificio y pérdida que cayó sobre tantos, en busca de una atmósfera edulcorada de lo que no debe dejar de entenderse como un conflicto, aunque podamos ya discutirlo mediante canales progresivos. Confieso mi estado de alerta ante las expresiones que demuestran que, a pesar de lo dicho públicamente, es mucho aún el desdén y la homofobia que operan en los sectores de mayor poder político y civil de lo cubano. Confieso mi escepticismo ante todo esto y más. Pero también dejo claro mi deseo de participar, de estar, de poner mis empeños en el apoyo de una idea que es más que mi propia y exclusiva capacidad para discutirlo todo. Alguna vez, interrogándome sobre las Jornadas de Arte Homoerótico, un escritor cubano me dijo con cierta admiración: "Hay que tener cojones para organizar todo eso". Para mí crear ese espacio, darle cabida en él a otros creadores, cuyo talento fuera conducido con honestidad hacia la defensa de toda dignidad humana, no fue nunca cosa de cojones, sino algo natural que debía hacerse, y que quise y pude hacer. Desde esa naturalidad es que quisiera participar en el proyecto. En un Cuba que aprende otros matices del rosa. En la que ojalá podamos hacer una película no solo amable sobre el tema, sino atrevida, y cuestionadora. En este país en el que ahora mismo otra telenovela, la de turno, ha vuelto a poner, pocos días después del 17 de mayo y del encuentro en las arenas candentes de Mi Cayito, al homosexual como un estereotipo negativo, demostrando que la batalla no ha hecho más que comenzar.
Para muchos de los implicados en estos acontecimientos, lo vivido ha sido emocionante y trascendente. Homosexuales y no homosexuales, seropositivos o no, hombres y mujeres de cualquier generación que se miran ahora mismo en el espejo de lo cubano. Lo conseguido es apenas un primer punto del mapa. Me hubiera gustado pedirles a las estrellas de esa noche en el Astral que, tras los infinitos aplausos que cerraron el espectáculo, no abandonaran sus trajes de luces ni sus maquillajes o pelucas suntuosas, porque esos son sus uniformes de batalla. Y la batalla, insisto, por ellas mismas, por la posibilidad de una y otras Cubas, no ha hecho más que comenzar.
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