lunes, 16 de junio de 2008

UMBERTO ECO Y EL FÚTBOL

EL MUNDIAL Y SUS POMPAS*

Muchos lectores, recelosos y malignos, al ver el distanciamiento, fastidio y, digámoslo, mala intención con que trato aquí el noble juego del fútbol, albergarán la vulgar sospecha de que yo no quiero al fútbol porque el fútbol jamás me ha querido a mí. Es decir, creerán que he pertenecido a esa categoría de niños o adolescentes que, apenas tocan el balón —admitiendo que lleguen a ello—, lo lanzan dentro de su propia portería o, en el mejor de los casos, lo pasan al adversario, cuando no lo mandan, con tenaz obstinación, fuera del campo, más allá de setos y vallas, perdido en cuevas y arroyos o ahogado entre varias fragancias en el carrito de los helados, de modo que sus compañeros no lo quieren consigo y lo excluyen de las ocasiones agonísticas más alegres. Ninguna sospecha habrá sido nunca más lúcidamente cierta.

Incluso diré más. En el intento de sentirme igual a los demás (como un pequeño homosexual aterrorizado que se repite obstinadamente que deben gustarle las chicas), rogué muchas veces a mi padre, forofo equilibrado pero constante, que me llevara consigo a ver el partido. Y cierto día, mientras observaba con indiferencia los insensatos movimientos que tenían lugar allá abajo en el campo, sentí como si el alto sol meridiano envolviese hombres y cosas con una luz congelante, y como si delante de mis ojos se desenvolviera una representación cósmica sin sentido. Era lo que más tarde, leyendo a Ottiero Ottieri, descubriría como el sentimiento de la «irrealidad cotidiana», pero entonces tenía trece años y lo traduje a mi modo: por primera vez dudé de la existencia de Dios y pensé que el mundo era una ficción sin objeto alguno.

En cuanto salí del estadio, fui corriendo asustado a confesarme con un sensato capuchino, quien me dijo que mi idea era bien extraña, ya que personas dignas de fe como Dante, Newton, Manzoni, Gioberti y Fantappié (analista italiano) habían creído en Dios sin problemas. Confundido ante el consenso de tanta gente, postergué casi una década mi [188] crisis religiosa. Digo todo esto para explicar que, desde siempre, el fútbol ha estado para mí asociado a la ausencia de fines y a la vanidad del todo, al hecho de que el Ser no puede ser (o no ser) más que un agujero. Quizá por esto (creo que único entre los vivientes) he asociado siempre el juego del fútbol con las filosofías negativas.

Dicho esto, cabe preguntarse por qué hablo precisamente ahora del campeonato. Es sencillo: la dirección de L'Espresso, en un rapto de vértigo metafísico, ha insistido en que se hablase del evento desde una perspectiva de absoluto distanciamiento y para ello se ha dirigido a mí. Jamás ha habido una elección mejor y más sagaz.

Debo aclarar ahora que, en realidad, no tengo nada en contra de la pasión futbolística. Al contrario, la apruebo y la considero providencial. Esas multitudes de hinchas apasionados segados por el infarto en las graderías, esos árbitros que pagan un domingo de celebridad exponiendo su persona a graves injurias, esos excursionistas que descienden ensangrentados del autocar, heridos por los vidrios rotos a pedradas, esos festivos mozuelos que, borrachos, recorren por la tarde las calles, asomando su bandera por la ventanilla del utilitario sobrecargado y se estrellan contra un TIR, esos atletas destruidos psíquicamente por lacerantes abstinencias sexuales, esas familias arruinadas económicamente por ceder a insanas reventas en el mercado negro, esos entusiastas cegados por el estallido de un petardo celebratorio me llenan de alegría el corazón. Soy tan partidario de la pasión futbolística como lo soy de las carreras, de las competiciones motociclistas al borde de los precipicios, del paracaidismo desatinado, del alpinismo místico, de la travesía de los océanos en botes de goma, de la ruleta rusa y del uso de drogas. Las carreras mejoran las razas, y todos estos juegos que acabo de enumerar conducen afortunadamente a la muerte de los mejores y permiten que la humanidad continúe tranquilamente sus vicisitudes con protagonistas normales y medianamente desarrollados. En cierto modo estaría de acuerdo con los futuristas en que la guerra es la única higiene del mundo, con una pequeña corrección: lo sería si se consintiera que participaran sólo los voluntarios. Pero, desgraciadamente, la guerra también implica a los renuentes, y en este sentido es moralmente inferior a los espectáculos deportivos. * Este artículo fue redactado con ocasión del Mundial de 1978. Con algunos cambios y alguna bandera más valdría también para el de 1982. Lo bonito del fútbol es que jamás cambia.

Quede claro que hablo de espectáculos deportivos y no de deporte. El deporte, entendido como práctica en la que una persona, sin fines de lucro, comprometiendo su propio cuerpo, realiza ejercicios físicos en los que hace trabajar los músculos, además de hacer funcionar plenamente sus pulmones y circular la sangre, el deporte, [189] decía, es algo muy hermoso, por lo menos tanto como el sexo, la reflexión filosófica y los juegos de azar con garbanzos como apuesta.

Pero el fútbol no tiene nada que ver con esa concepción del deporte. No en cuanto a los jugadores, que son profesionales sometidos a las mismas tensiones que un obrero en la cadena de montaje (salvo despreciables diferencias salariales). Y tampoco en cuanto a los espectadores —es decir, a la mayoría—, que se comportan exactamente como cuadrillas de maníacos sexuales que fueran, no una vez en la vida, sino todos los domingos, a Amsterdam para ver cómo una pareja hace, o finge hacer, el amor (o como aquellos niños pobrísimos de mi infancia a quienes se prometía llevarles a ver como los ricos tomaban helados).

Una vez expuestas estas premisas, se comprende por qué estas últimas semanas me siento muy relajado. Neurotizado, como todo el mundo, por los recientes y trágicos sucesos, acabado de salir de un trimestre en el que había que leer todos los periódicos y estar pegado al televisor esperando el último mensaje de las Brigadas Rojas, o la promesa de una escalada del terror, ahora puedo dejar de leer los periódicos y no ver la televisión y, a lo sumo, buscar en octava página noticias sobre el proceso de Turín, la Lockheed o el referéndum. En las restantes páginas sólo se habla de cosas de las que no quiero saber nada. Los terroristas, que han desarrollado mucho su sentido de los mass-media, lo saben muy bien y no intentan nada interesante, porque advierten que, como noticia, acabarían entre los ecos de sociedad y la página dedicada a gastronomía.

No vale la pena preguntarse por qué los campeonatos han monopolizado morbosamente la atención del público y la devoción de los mass-media: desde la conocida historia de la comedia de Terencio, a la que no asistió nadie porque había un espectáculo de osos, y las agudas consideraciones de los emperadores romanos sobre la utilidad de los espectáculos circenses, hasta el cuidado uso que todas las dictaduras (incluida la argentina) han hecho siempre de los grandes acontecimientos agonísticos, es tan evidente y notorio que la mayoría prefiere el fútbol o el ciclismo al aborto, y Bartali a Togliatti, que no vale siquiera la pena de reflexionar sobre ello. Pero visto que se me induce a hacerlo por solicitaciones externas, digamos también que nunca como en este momento la opinión pública, especialmente en Italia, tenía necesidad de un buen campeonato internacional.

En efecto, como ya he señalado en otra oportunidad, la discusión deportiva (entiendo por esto el espectáculo deportivo, el hablar [190] del espectáculo deportivo, el hablar sobre periodistas que hablan del espectáculo deportivo) es el sustituto más fácil de la discusión política. En vez de juzgar la actuación del ministro de Economía (para lo que es preciso saber algo de economía y alguna otra cosa), se discute acerca del proceder del entrenador; en lugar de criticar la actuación del parlamentario, se critica la del atleta; en vez de preguntarse (pregunta oscura y difícil) si el ministro tal ha suscrito oscuros pactos con tal otro poder, la gente se pregunta si el partido final decisivo será resultado del azar, de la prestancia atlética o de alquimias diplomáticas. El discurso futbolístico requiere una competencia que ciertamente no es vaga, pero en resumidas cuentas limitada, bien centrada, y permite asumir posiciones, expresar opiniones, pronosticar soluciones sin exponerse a la detención, al Radikalerlassen o, en todo caso, a la sospecha. No impone que deba decidirse intervenir personalmente, ya que se habla de algo que se ejecuta fuera del área de poder del hablante. En una palabra, permite jugar a la conducción de la Cosa Pública sin los problemas, deberes e interrogantes de la discusión política. Para el varón adulto es como para las niñas jugar a mamás: un juego pedagógico que enseña a mantenerse en su puesto.

Imaginémonos en un momento como el actual en que ocuparse de la Cosa Pública (la verdadera) es tan traumático... Frente a una elección como ésta, seamos todos argentinos, y los cuatro pelmazos argentinos que todavía nos recuerdan que de vez en cuando desaparece alguien en aquel país, que, por favor, no nos echen a perder el placer de esta representación sacra. Les hemos escuchado antes y muy educadamente, ¿qué más quieren ahora? En suma, estos campeonatos son como el queso sobre los macarrones. En fin, algo que no tiene nada que ver con las Brigadas Rojas.

Acerca de las cuales el lector no demasiado distraído sabe que circulan dos tesis (naturalmente, considero sólo las hipótesis extremas, la realidad es siempre algo más complicada). La primera tesis pretende que sean un grupo oscuramente movido desde el poder, quizás extranjero. La segunda tesis pretende que sólo sean «compañeros equivocados», que se comportan de manera execrable, pero por motivos, en última instancia, nobles (un mundo mejor). Ahora bien, si la primera tesis es correcta, tanto las Brigadas Rojas como los organizadores de campeonatos de fútbol forman parte de la misma articulación del poder: las unas desestabilizan en el momento oportuno, los otros reestabilizan en el momento justo. Se pide al público Que siga el Italia-Argentina como si fuese el Curcio-Andreotti y que [191] haga, si es posible, una quiniela sobre los próximos atentados. Si, por el contrario, fuese cierta la segunda tesis, las Brigadas Rojas serían realmente compañeros que se equivocan muchísimo, dado que se afanan con tan buena voluntad en asesinar a políticos y en hacer saltar cadenas de montaje, aunque el poder no se encuentre allí, sino, ¡ay de mí!, en la capacidad que tiene la sociedad de redistribuir rápidamente después las tensiones hacia otros polos, mucho más cercanos al espíritu de la multitud.

¿Es posible la lucha armada el domingo del campeonato? Quizás fuera necesario realizar menos discusiones políticas y más sociología de los espectáculos circenses. Incluso porque hay espectáculos de circo que no aparecen como tales a primera vista: por ejemplo, ciertos enfrentamientos entre policía y «extremismos opuestos», que tienen lugar en ciertas épocas sólo los sábados, de cinco a siete de la tarde. ¿Es posible que Videla tenga infiltrados en la sociedad italiana? 1978


Umberto Eco. La estrategia de la ilusión. Editorial Lumen, Barcelona,1986.

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