jueves, 29 de mayo de 2008

DESDE EL DF...después de París.


Este es un cuento de la amiga Marlene Azor

Disfrutenlo, que aquí cualquiera tiene...




CON LOS SENTIDOS RELUCIENTES

Para que exista el amor sólo hace falta la química, se dijo, mientras buscaba de nuevo las bragas, las encontró en el recodo del colchón, se paró con las piernas semiabiertas para calzarlas hasta las caderas. El pantalón debajo de la cama, le hizo agacharse con gesto automático para cogerlo con la punta de los dedos, levantarse y ver en el extremo opuesto el jersey también negro, igual que el pantalón, todo negro como el agujero, adonde entra cada vez que él la abraza, como el ojo de un ciclón donde se deja llevar dando vueltas, bailando, cada vez más rápido cada vez más fuerte, apretada a su cuerpo, a la energía densa y brumosa que deja ver sólo lo imprescindible: algunos pedazos de su torso, su cuello, con la cadena fina enredada en su lengua mientras le lame, debajo de la oreja, en el hombro, en el costado de su cuello ancho, frondoso, de árbol nacido para cobijar sus besos, los que lleva a sus labios para morderlos, sin poder evitar atrapar su labio superior y no da tiempo a que se quite el abrigo, deje sus cosas y la botella de vino blanco para los mariscos, porque « los mariscos y las carnes blancas exigen un buen vino blanco» le había dicho y ahora lo traía aunque ella no le hubiera anunciado nada, ninguna pista para descubrir el menú del día, pero lo trajo y no puede zafarse porque cuando ella cree que está diciendo demasiado con sus gestos, mostrando el desmedido deseo con que ha esperado, y no quiere, entonces se concentra para tratar de ser razonable y dar algunos besos más leves, el anuncio de que va a retirarse un momento, un instante para dejarle quitar el abrigo, y aparentar ser dueña de la situación, ya casi lo logra, cuando siente que él avanza y no la deja, le reclama la lengua dislocada dentro de su boca, renueva el intercambio del duelo de sus lenguas batiéndose, resumando la dulce saliva del deseo, la miel de los besos esperados, aspirados con el soplo de la sed, la eterna sed desconocida que la habita cada vez que él aparece y la abraza, para luego olvidarla al pasar de los días como un conjuro frente a la ausencia, y no lo reclama, casi no lo convoca para dar su tiempo al deseo profundo que se forma con el tiempo en capas sucesivas del cráter, del amplio vacío que vive cada hora en que no lo abraza, las horas que transcurren entre una y otra vez.

Pero ella no lo sabe, o lo sabe y lo olvida cada vez, para darse el permiso de vivir fuera de su abrazo. No solicitar su presencia porque no es el momento, o es demasiada la entrega si lo dice y lo cuenta, si lo describe cuando lo está sintiendo. Por eso ella calla las más de las veces, y en ocasiones lo logra y otras no lo puede evitar, se le va con el quejido de locura saliendo de su cuerpo tocado por las manos de él, acariciando el lugar preciso de su deseo, sin haber estudiado nunca su mapa de placer, sin haberle contado de antemano por dónde y cómo acariciarle, con esa sabiduría anciana de su geografía como si siempre la hubiera habitado, en otras vidas, un conocimiento que la deja perpleja cada vez.

Es un asunto de química, se repitió, para resumir su desconcierto, porque no hay nada razonable en lo que siente con ese hombre con el cual no conversa del amor, ni de lo que siente, tampoco de nada trascendente, sólo de urgencias de la vida de emigrante, papeles, batallas, nostalgia de la tierra de donde salieron los dos para no llegar a ningún lugar, para quedar suspendidos por años, luego del trasplante peligroso y brutal, que los deja casi muertos a todos los que son arrancados de su tierra, sin tiempo a recoger las raíces y guardarlas en la maleta, junto con los sueños de un mundo mejor, que se hace añicos, que los desbarata la nostalgia para recordarles que de ahora en lo adelante son cuerpos errantes con el espíritu a media asta, el semiduelo perenne, de ya no ser de ningún lugar y estar allá y aquí al mismo tiempo, y tratar de enderezarse de una vez, caminando con los primeros pasos de gatear y luego intentar sobre dos piernas, y en ese sucedáneo de la vida, contarse los planes concretos para asentarse definitivamente en este costado del mundo, pero no hablaban nunca del amor.

Así desde el primer día, sin palabras, sólo gestos, y ella se dejó llevar por el lenguaje ambiguo del silencio, entregarse sin palabras para no clasificar ni nombrar las cosas, sólo sentir. Una nueva experiencia de no nombrar las cosas sino dejarlas ocurrir y saborearlas con la inmediatez de los sentidos. Desde entonces cada vez era más fuerte, como rayos blancos de la tormenta desatada por su abrazo que le abría tajos de placer fulminante en cada pedazo de la Isla en que se convertía ella rodeada de agua, o vacío, o de no ser, fuera de los límites de su abrazo, y le dejaba siempre atónita la perfección del gesto, el recorrido de sus manos para tomarla en sus brazos, y ella perder el sentido de todo lo que no fuese esos tajos de luz en su piel abierta, desarmada y sin posible coraza bajo los dedos rasgándole la piel y luego las entrañas. Porque ya no podía más, porque nombrar las cosas le multiplicaba los rayos de luz, no podía evitarlo, pero no quería, no quería decirle, y se le salía a su pesar, sin voluntad para controlar ese trozo de carne, músculos y sangre en que se convertía su cuerpo una vez que él la abrazaba.

Ahora vistiéndose, sonreía al pensar en aquella imagen de un viejo filme mexicano en el que la protagonista se dejaba conducir una vez más por el villano al lecho del placer, sin voluntad para negarse al malvado que no la quería y la dominaba a su antojo. Reía ahora de sí misma viéndose en la piel de la otra, que le había parecido cursi, barata en la escena de la sumisión al villano, cuando ella pensaba delante de la televisión, en el mal gusto, en la tontería de la idiota y de la historia, que no se defiende del malvado con un simple «no», en esa vieja película de los años cuarenta del Cine de Oro, pero también de lo peorcito del cine de la época, con mujeres condenadas al abismo por la debilidad de su propio placer. Y ahora se reía cada vez más fuerte de la idiotez de la escena, pero a la vez de la paradoja de ser ella una mujer razonable, siempre dueña de sí, con el control casi perfecto de su cuerpo y sus sentidos, derrotada por el abrazo de un hombre al que apenas conocía, pero que la sabía de otras vidas seguramente, porque no podía ser otra la explicación al darle tanta ternura de un tirón, sin escala, una vez que la tenía entre sus brazos.

Media hora, treinta minutos exactos, imposibles de repetir, a veces más, horas y también por qué no, ya casi siglos le parecía el viaje que comenzaba una vez que delante de ella, se acercaba a besarle y rodearle la cintura, con su brazo seguro, de quien no pide permiso para entrar porque se sabe con todos los derechos.

Es la química, se dijo, por tercera vez sonriente, inundada por su último abrazo, aún en el descenso hacia la tierra con mucho trabajo para acallar sus sentidos, la fabulosa explosión de todos a la vez, desordenando cualquier pensamiento, atontada en la nube de algodón adonde se queda protegida contra todos los demonios, en su torre escondida, sin que él sepa cuánto le siembra de amor, cuánto le devuelve de nuevo a la vida, cuánto cura todas sus heridas, cómo la viste con la nueva piel del presente, dándole ganas de salir ahora a la superficie después del naufragio, de los estertores de la muerte cierta que es quedar anclada en el pasado de su vida hermosa en aquella Isla, que abandonó sin ganas, una tierra que la llama todas las noches del mundo y no la deja tranquila.

Por eso la salva cada vez, sin proponérselo, ignorante del bien que hace y ella lo comprende cuando puede volver a pensar después, cuando se queda sola en su torre, libre de todos los demonios que suelen habitarle desde el tiempo en que se arrancó una hermosa vida allá en su tierra.

También están los desencuentros. Cuando él le promete venir y no aparece, entonces ella se pierde, mordiendo las paredes vacías por su desamor, y se dice «no voy a contestar, cuando él llame no descolgaré para oírle, porque ya sé que me convencerá de nuevo»: que su abandono de esa noche fue un imprevisto, pero de cualquier manera un anhelo de su parte por venir a verla aunque el universo se oponga a sus deseos. Y así le dice, «cuando te digo que vendré es que tengo muchas ganas de verte, pero el horario es irregular, y las deudas las tengo que pagar, y no puedo salir a tiempo». Ella se calma y se apresura a perdonarle siempre deprisa, incluso cuando él la llama para invitarla a cenar en su casa, comida preparada por él, y ella corre contenta, llega y llama para que le abra la puerta, y él no tiene el móvil cargado y no escucha sus llamadas, y ella en la calle, en la puerta de su casa sin poder verlo sabiéndolo allí, y se desespera, le sube la cólera por la espalda, no puede tener tan mala suerte, o se pregunta, «¿y si el teléfono está apagado porque está con otra que ha llegado de improviso?», y él no sabe cómo cancelar la cita, imagina la traición, y entonces piensa en que él está dando tiempo a que de nuevo ella se vaya sin haberlo visto. Se fuma un cigarrillo para pensar, para razonar, y se sorprende en ese barrio de putas donde todas llevan, como ella, medias negras para parecerle sexy a él, y se mira y se ve como ellas cuando los hombres y las mujeres se le quedan mirando, parada en esa puerta, por donde no puede entrar porque él no sabe que ella está abajo esperándole, o lo sabe y no quiere abrir, y comienza el equívoco inevitable, por sus medias negras, por su espera delante de la puerta, por el cigarrillo, por el barrio de putas adonde vive ese casi desconocido, que la atrapa en el torbellino de la sinrazón. Y entonces decide irse, porque no puede imaginarse que la confundan, porque le duele demasiado estar a varios metros del cuerpo de él, y no poder llegar, porque la técnica del móvil les juega una mala pasada o porque él tiene visita inesperada, y echa a caminar de regreso al metro, a su casa, y abriendo esa otra puerta siempre abierta para él, suena el teléfono y es él preguntándole por qué no ha llegado y tarda tanto, y ella le explica su cólera, arremete con todo el dolor del desencuentro, él perplejo le pide disculpas, le explica la maldita tontería del móvil que no recibe llamadas desde hace sólo poco tiempo, que no lo sabía él tampoco, eso del móvil, y la invita de nuevo a verlo, porque la comidita la espera, y ella regresa esta vez a encontrarse con él en la puerta, a subir a comer y comerse con la misma ansiedad de la sed infinita de todas las veces.

No es la manera de desvestirla, ella no lo deja y él no lo intenta, apurados por quitarse la ropa los dos para rozarse la piel, es un desespero incomprensible a la razón, y nadie habla, a la luz del día, sin cuidarse de las miradas indiscretas de los vecinos, una vez comenzada la danza se apaga el resto del mundo, o se ilumina de una luz blanca que lo envuelve todo, y no cuenta nada, los muebles son espacios a llenar por los dos juntos, utilería de una escena que desaparece ante su gesto de apretarle el hombro hacia abajo, hacerla poner de rodillas a lamer su sexo, enhiesto y suplicante, palpitando de miedo a no ser socorrido por la punta de su lengua, por la caricia de sus dientes, por la blandura tibia de su garganta, y él respira hondo mirando al cielo, porque no quiere darle más detalles con los ojos de lo que siente, y ella quiere tragárselo todo a partir de su sexo, comerlo para que no salga nunca más de ella, y él lo siente y la detiene, la hace levantarse, inclinarse sobre la mesa para acariciarle la espalda mientras su sexo erguido juega a recorrer sus nalgas, a frotar desde afuera los labios abiertos de su vagina, y ella no entiende tanto placer, no lo puede descifrar, tan acostumbrada a pensarlo todo, a desmenuzarlo y volverlo a armar con el nuevo orden de su comprensión, es que no se siente capaz de controlarlo, idiotamente perdida en el laberinto se deja llevar a la cama y toma distancia unos segundos para escoger el sabor de la fruta que va chupar esta vez, escoge plátano y se lo da, pero le parece infinito el tiempo para colocar el sabor de la fruta y es apenas un instante, pero ya lo extraña y él se da cuenta y sonríe mientras se adentra en la cama sinuoso besándole los senos, acoplando su piel a la de ella para rozarla de nuevo ya a su altura, una altura en la que ella le espera erguida sobre sus codos para acortar los segundos del contacto con su piel y ella sentir la luz blanca que le estalla dentro del cuerpo cuando él entra despacio y da vueltas y vueltas delicadas dentro de ella, entonces comprende, son esos raros momentos en que no puede más y se lo dice: «Me estás acariciando las entrañas, me estás acariciando las entrañas», y se lo repite lentamente de la forma en que lo va sintiendo, deletreando cada palabra para contarle casi con miedo, intentando controlarse para no decirle nada más, «que el amor no se confiesa tan rápido», piensa, y él siente lo que ella le quiere decir y le pregunta, y ella « nada, no quiero decir nada» pero sabe que él lo entendió todo y se siente derrotada en el placer, al descubierto, y cierra los ojos volando por las nubes, sus dos cuerpos danzando entrelazados suspendidos en el ojo del ciclón y ella siente los sollozos de su garganta, las convulsiones incontroladas, y respira, respira hondo con las ganas de llorar que están en el centro de su pecho ondulando al ritmo de la danza, anunciando en un susurro que «me vuelves loca, no sé qué me haces pero me vuelves loca», pero no le mira, en el último esfuerzo por guardar su pudor de mujer enamorada, cierra los ojos y sin poder evitarlo, lanza al cielo el quejido largo y poderoso parecido a la muerte o al inicio de la vida.

No sabe qué va a pasar después, cuando no vuelva su abrazo, no sabe si tendrá que aprender de nuevo a caminar por el mundo sin ese hombre casi desconocido, manso y dueño a la vez de todos los encuentros, no quiere pensarlo ahora, prepararse para la ausencia definitiva, porque cada vez puede menos con el tiempo entre uno y otro abrazo, y le han dicho siempre, lo ha leído, le han enseñado más con saña que con lógica que el amor no es eso, que la pasión es un rapto de locura, tampoco amor, que el deseo es deseo pero no amor, que el placer y el amor a veces van juntos y es una dicha pero las más de las veces el amor es la costumbre, la repetición cotidiana de los mismos gestos, de los mismos rituales, la permanencia, y ella no sabe ya qué pensar, el porqué de la separación entre el placer y el amor, el deseo y el amor, la pasión como la enfermedad, y de repente piensa que ha sido hija bastarda de una tradición de incoherentes, incapaces de entender por no haber transitado los caminos de lo inasible, los múltiples pliegues de la realidad y sumidos en el desconcierto condenan sin vivir, aparentan desdén luego de una experiencia fugaz incontrolada, temerosos de sí mismos, del buen gusto, de las buenas maneras, de la buena educación, de la necesidad de la plusvalía y todo el mundo debe concentrarse en la producción, en el trabajo, y los miedos con el más allá y el más acá, pero todos puros y netos miedos inconfesados, por eso tuvo la sospecha, y volvió a dudar de todos los razonamientos.Prefirió abandonarse de nuevo a la dulce vorágine prohibida, al universo de los sentidos despiertos, relucientes, por el último abrazo de aquel hombre casi desconocido, que le siembra la vida con solo aparecer en el umbral de su puerta.

No hay comentarios: