miércoles, 28 de mayo de 2008

EXITOS DEL AYER

El lobo, el bosque y el hombre nuevo"

Senel Paz


Ismael y yo salimos del bar y nos despedimos, lo siento

David, pero ya son las dos, y me quedé con aquella

necesidad de conversar, de no estar solo. Ya iba a

meterme en el cine cuando me arrepentí, casi llegando

a la taquilla, y me pareció que mejor llamaba a Vivían,

pero me arrepentí, casi llegando al teléfono y me dije:

mira, David, lo mejor-mejor es que te vayas a esperar la

guaguaº a Coppelia1, la Catedral del Helado. Y

entonces... ah, Diego.

Así, la Catedral del Helado, le llamaba a este sitio un

maricónº amigo mío. Digo maricón con afecto y

porque a él no le gustaría que lo dijera de otra manera.

Tenía su teoría. “Homosexual es cuando te gustan

hasta un punto y puedes controlarte –decía–, y también

aquellos cuya posición social (quiero decir, política) los

mantiene inhibidos hasta el punto de convertirlos en

uvas secas.” Me parece que lo estoy oyendo, de pie en

la puerta del balcón, con la taza de té en la mano.

"Pero los que son como yo, que ante la simple

insinuación de un falo perdemos toda compostura,

mejor dicho, nos descocamosº, esos somos maricones

David, ma-ri-co-nes, no hay mas vuelta que darleº.”

Nos conocimos precisamente aquí, en el Coppelia, un

día de esos en que uno no sabe si cuando termine la

merienda va a perderse calle arriba o calle abajo. Vino

hasta mi mesa, y murmurando “con permiso” se

instaló en la silla de enfrente con sus bolsas, carteras,

paraguas, rollos de papel y la copa de helado. Le eché

una ojeada: no había que ser muy sagaz para ver de qué

pata cojeaba2; y habiendo chocolate, había pedido

fresa. Estábamos en una de las áreas más céntricas de

la heladería, tan cercana a su vez a la Universidad, por

lo que en cualquier momento podía vernos alguno de

mis compañeros. Luego me preguntarían que quién era

la damiselaº que me acompañaba en Coppelia, que por

qué no la traía a la Beca3 y la presentaba. Por joderº,

sin mala intención, pero como nunca me defiendo tan

mal ni me pongo tan nervioso como cuando soy

inocente, la broma pasaría a sospecha, y si a eso se

agrega que David es un poco misterioso y David cuida

mucho su lenguaje, ¿lo han oído decir alguna vez

“cojones, me cago en la pinga”?4, y David no tiene

novia desde que Vivían lo dejó, ¿lo dejó ella?, ¿y por

qué lo dejó?, cualquier cálculo razonable aconsejaba

dejar el helado y salir pitando, lo mismo calle arriba

que calle abajo. Pero en esa época ya yo no hacía

cálculos razonables, como antes, cuando de tantos

cálculos por poco hago mierda mi vidaº... Sentí como

si una vaca me lamiera el rostro. Era la mirada

libidinosaº del recién llegado, lo sabía, esta gente es así;

y se me trancó la boca del estómago5. En los pueblos

pequeños los afeminados no tienen defensa, son el

hazmerreírº de todos y evitan exhibirse en público;

pero en La Habana, había oído decir, son otra cosa,

tienen sus trucos. Si cuando me volviera a mirar le

soltaba un sopapoº que lo tirara al suelo vomitando

fresa, desde allí mismo me gritaría, bien alto para que

todo el mundo lo oyera: “ay, papi, ¿por qué? Te juro

que no miré a nadie, mi cielo”. Así es que, por mí, que

lamiera cuanto quisiera, no iba a caer en la

provocación. Y cuando comprendió que la vaciladeraº

no le daría resultados, colocó otro bulto sobre la mesa.

Sonreí para mis adentrosº porque me di cuenta de que

se trataba de una carnadaº, y no estaba dispuesto a

morderla. Sólo miré de reojo y vi que eran libros,

ediciones extranjeras, y el de arriba-arriba, por eso

mismo, por ser el de arriba, quedó al alcance de mi

vista: Seix Barral, Biblioteca Breve, Mario Vargas Llosa, La

guerra del fin del mundo.6 ¡Madre mía, ese libro, nada

menos! Vargas Llosa era un reaccionario, hablaba

mierdas de Cuba y el socialismo dondequiera que se

paraba, pero yo estaba loco por leer su última novela y

mírala allí: los maricones todo lo consiguen primero.

“Con tu permiso, voy a guardar”, dijo él e hizo

desaparecer los libros en una bolsa de larguísimos

tirantesº que le colgaba del cuello. “Me cago en su

madre –pensé–, este tipo tiene más bolsas que los

canguros.” “Tengo más bolsas que un canguro– dijo él

con una sonrisita–. “Es un material demasiado

explosivo para exhibirlo en público. Nuestros policías

son cultos.7 Pero si te interesan, te los muestro... en

otro lugar.” Me cambié el carnet rojo de militante de la

Unión de Jóvenes Comunistas8 de un bolsillo a otro:

que comprendiera que mis intereses de lector no

creaban ninguna intimidad entre nosotros, ¿o prefería

que llamara a uno de sus cultos policías? No captó para

nada el mensaje. Me miró con otra sonrisita y se dedicó

a recoger con la puntica de la cuchara una puntica de

helado que se llevó a la puntica de la lengua:

“Exquisito, ¿verdad? Es lo único que hacen bien en

este país. Ahorita los rusos se antojan de que les den la

receta, y habrá que dársela”. ¿Por qué tiene uno que

aguantarle eso a un maricón? Me llené la boca de

helado y empecé a masticarlo. Dejó pasar unos

segundos. “Yo a ti te conozco. Te he visto muchísimas

veces paseando por ahí, con un periodiquito bajo el

brazo. Chico, como te gusta Galiano9.” Silencio de mi

parte. “Un amigo mío al que no se le nota nada y que

también te conoce, te vio en un encuentro provincial

de no me acuerdo qué y me dijo que eras de Las Villas,

como Carlos Loveira10.” Pegó un griticoº11: había

descubierto una fresa casi intacta en el helado. “Hoy es

mi día de suerte, me encuentro maravillas.” Silencio de

mi parte. “Se habla de los orientales y los habaneros,

pero a ustedes, los de Las Villas, les encanta ser de Las

Villas. Qué bobería.” Se esforzaba en montar la fresa

en la cuchara, pero la fresa no se quería montar. Yo

había terminado el helado y ahora no sabía cómo irme,

porque ese es otro de mis problemas: no sé iniciar ni

terminar una conversación, oigo todo lo que me

quieran decir aunque me importe un pito. “¿Te interesa

Vargas Llosa, compañero militante de la Juventud? –

dijo empujando la fresa con el dedo–. “¿Lo leerías?

Jamás van a publicar obras suyas aquí. Esa que viste, su

última novela, me la acaba de enviar Goytisolo12 de

España.” Y se quedó mirándome. Empecé a contar:

cuando llegara a cincuenta me ponía de pie y me iba

pa’l carajoº. Me dejó llegar a treinta y nueve. Se llevó la

cucharilla a la boca y, saboreando más la frase que la

fresa, dijo: “Yo, si vas conmigo a casa y me dejas

abrirte la portañuelaº botón por botón, te lo presto,

Torvaldo.”

De haber sabido el efecto que me iban a

producir sus palabras, Diego hubiera evitado aquel

lanceº. Tocó la tecla que no se me podía tocarº. La

sangre me subió a la cabeza, las venas del cuello se me

hincharon, sentí mareos y la vista se me nubló. Cuatro

años atrás, a mi profesora de Literatura en el

preuniversitario, que no sólo era una profesora de

literatura frustrada sino también una directora de teatro

frustrada, le llegó la oportunidad de su vida cuando la

escuela no alcanzó el primer lugar en la emulación

interbecas13 por falta de trabajo cultural. Fue a ver al

director y lo convenció, primero, de que a Rita y a mí

nos sobraba talento histriónico, y después, de que ella

podría guiarnos con mano segura en Casa de muñecas14,

una obra que, si bien extranjera, pero ya lo dijo Martí15,

compañero director, insértese el mundo en nuestra

República, estaba libre de ponzoñas ideológicas y

figuraba en el programa de estudios revisado por el

Ministerio el verano pasado. E1 director aceptó

encantado (era la oportunidad de su vida), y Rita ni se

diga: su miedo escénico le impedía responder al pase

de lista en clase, pero estaba secreta y perdidamente

enamorada de mí. Yo, en cambio, di un no rotundo.

Tenía un concepto demasiado alto de la hombría

como para meterme a actor, y no tanto yo como mis

compañeros. Para convencerme, el director tomó el

camino más corto: me planteó el asunto como una

tarea, una tarea, Álvarez David, que le sitúa la

Revolución, gracias a la cual usted, hijo de campesinos

paupérrimos, ha podido estudiar; el escenario

principal de la lucha contra el imperialismo no está en

estos momentos en una obra de teatro, déjeme decirle;

está en esos países de la América Latina donde los

jóvenes de su edad enfrentan a diario la represión,

mientras que a usted lo que le estamos pidiendo es algo

tan sencillo como interpretar un personaje de Ibsén.

Acepté. Y no porque no me quedara más remedio. Me

convenció. Tenía razón. En una semana me aprendí mi

papel y también el de Rita, pues ella se tomaba tan a

pechoº su secreto amor por mí que se quedaba en

blanco cada vez que me le acercaba. Era una de esas

muchachas pálidas, indefensas, feas y por lo general

huérfanas que con tanta frecuencia se enamoran de mí

y de las que yo, por pena y porque no me gusta que

nadie se traumaticeº, acabo por hacerme novio. La

noche de la representación única, la misma en que

Diego me descubrió y fichó para toda la vida, a su

miedo escénico se sumó el nerviosismo por el público,

el nerviosismo por el juradoº y el nerviosismo mayor y

definitivo por ser aquella la última ocasión en que

estaría en mis brazos, o más bien en los de aquel tipo

del siglo XIX que yo representaba en el traje

concebido por la profesora de literatura. Y ya cerca del

final no pudo más y se quedó muda en medio del

escenario, mirándome con ojos de carnero degollado.

A la profesora comenzó a faltarle el aire, al director se

le partió un diente y el público cerró los ojos. Fui yo, el

actor por encargo, quién no perdió la ecuanimidad en

aquel momento difícil de la Patria y el Teatro. “Estás

preocupada y guardas silencio, Nora”, le dije

acercándomele lentamente con la esperanza de darle el

pie o propinarle una patada en la espinilla. “Ya sé:

tenemos que hablar. ¿Me siento? Seguro que va a ser

largo.” Pero nada, lo de Rita iba en serio y la obra tuvo

que continuar convertida en un monólogo autocrítico

de Torvaldo hasta que la profesora de literatura

reaccionó, hizo bajar dos pantallas y al compás de El

lago de los cisnes16, la única música disponible en la

cabina, comenzó a proyectar diapositivas de

trabajadoras y milicianas, citas del Primer Congreso de

Educación y Cultura y poemas de Juana de

Ibarbourou17, Mirta Aguirre18 y suyos propios, con

todo lo cual, opinó después, la pieza adquirió un

alcance y actualidad que el texto de Ibsen, en sí, no

tenía. “Es la vergüenza más grande que he pasado en

mi vida”, me confesaba Diego después. “No hallaba

cómo esconderme en la butaca, la mitad del público

rezaba por ti y alguien habló de provocar un

cortocircuito. Además, con aquella chaqueta roja de

cuadros verdes y los bombachos negros parecías

disfrazado de bandera africana. Nos conmovió tu

sangre fría, la inocencia con que hacías el ridículo. Por

eso fuimos tan pródigos en los aplausos.” Y eso fue lo

peor, la lástima con que me aplaudieron. Mientras los

escuchaba, iluminado por los reflectores, rogaba con

toda el alma que se produjera un efecto de amnesia

total sobre todos y cada uno de los presentes y que

nunca, jamás, never, ¿me oyes, Dios?, me encontrara

con uno de ellos, alguien que me pudiera identificar. A

cambio, me comprometí a pensarlo dos veces cuando

volvieran a asignarme una tarea, a no masturbarme, y a

estudiar una carrera científico-técnica, que eran las que

necesitaba el país entonces. Y cumplí, excepto en lo de

la carrera científico-técnica, porque en lo de la

masturbación Dios tuvo que comprender que se debió

al desespero por la inexperiencia; pero Él, por su parte,

me fallaba: olvidaba su palabra y me ponía delante, en

el Coppelia y un día en que ni siquiera estaba lúcido, a

un Fulano que por haberme visto en aquel trance creía

poder chantajearme.

"No, no; es una broma –se asustó Diego al verme al

borde de la apoplejía–. "Disculpa, fue jugando,

naturalmente, para entrar en confianza. Toma, bebe un

poco de agua. ¿Quieres ir al cuerpo de Guardia del

Calixto?" "¡No!", dije poniéndome de pie y tomando

una decisión tajante. “Vamos a tu casa, vemos los

libros, conversamos lo que haya que conversar, y no

pasa nada." Los nervios me dieron por eso. Me miró

boquiabierto. “¡Recoge!" Pero una cosa era descargar

sus bultos y otra recogerlos, así que mientras lo hizo

tuvo tiempo para reponerse. "Antes voy a precisarte

algunas cuestiones porque no quiero que luego vayas a

decir que no fui claro. Eres de esas personas cuya

ingenuidad resulta peligrosa. Yo, uno: soy maricón.

Dos: soy religioso. Tres: he tenido problemas con el

sistema; ellos piensan que no hay lugar para mí en este

país. Pero de eso, nada, yo nací aquí; soy, antes que

todo, patriota y lezamiano19, y de aquí no me voy ni

aunque me peguen candela por el culo. Cuatro: estuve

preso cuando lo de la UMAP20. Y cinco: los vecinos

me vigilan, se fijan en todo el que me visita. ¿Insistes

en ir?" “Sí", dijo el hijo de los campesinos

paupérrimos, con una voz ronca que yo apenas

reconocí.

El apartamento, que en lo sucesivo llamaré la

guarida, pues no escapaba de esa costumbre que tienen

los habaneros de bautizar sus viviendas cuando son

minúsculas y viven solos (ya conocería La Gaveta, El

Closet, El Asteroides. La Alternativa, Donde-se-da y

no-se-pide), consistía en una habitación con baño,

parte del cual se había transformado en cocina. El

techo, a un kilómetro del suelo, se adornaba en las

esquinas y el centro con unas plastas de vaca que en La

Habana llaman plafones21, y al igual que las paredes y

los muebles estaba pintado de blanco, mientras que los

detalles de decoración y carpintería, los útiles de

cocina, la ropa de cama y demás eran rojos. O blanco,

o rojo, excepto Diego, que se vestía con tonos que

iban del negro a los grises más claros, con medias

blancas y gafas y pañuelo rosados. Aquel día casi todo

el espacio lo ocupaban santos de madera, todos con

unas caras que deprimían a cualquiera. "Estas tallas

son una maravilla", aclaró en cuanto entramos, para

dejar claro que se trataba de arte y no de religión.

"Germán, el autor, es un genio. Va a armar un revuelo

en nuestras artes plásticas que no quieras ver. Ya se

interesó el agregado cultural de una embajada y ayer

nos llamaron de la corresponsalía de EFE22." Yo

conocía poco de arte, pero tiempo después, cuando el

funcionario de Cultura opinó que no, que no

transmitían ningún mensaje alentador, me pareció que

no le faltaba razón, y se lo dije a Diego. "¡Que

transmita Radio Reloj!23", –chilló–. "Esto es arte. Y no

es por mí, David, compréndelo. Es por Germán. En

cuanto la noticia llegue a Santiago de Cuba se arma el

titingóº. Puede que hasta lo botenº del trabajo."

Pero esto fue después, los problemas con la exposición

de Germán. Ahora estoy en el centro de la guarida,

rodeado de santos con dolor de estómago y

convencido de haberme equivocado de lugar. En

cuanto pudiera tumbarle el libro me iría echando.

"Siéntate", invitó él, "voy a preparar un té para

disminuir la tensión." Fue a cerrar la puerta."¡No!", lo

atajéº. “Como quieras. así le facilitamos la labor a los

vecinos. Siéntate en esa butaca. Es especial, no se la

ofrezco a todo el mundo." Pasó al baño, y por encima

del chorro de orine, oí su voz: "La uso exclusivamente

para leer a John Donne24 y a Kavafis25, aunque lo de

Kavafis es una haraganeríaº mía. Se le debe leer en silla

vienesa o a horcajadasº sobre un muro sin repellarº."

Reapareció, aclarando que John Donne era un poeta

inglés totalmente desconocido entre nosotros. y que él,

el único que poseía una traducción de su obra, no se

cansaba de circularla entre la juventud. “Llegará el

momento en que se hable de él hasta en el bar Los

Dos Hermanos, te lo aseguro. Pero, siéntate, chico."

La butaca de John Donne se hundió hasta dejarme el

culo más bajo que los pies, pero con un simple

movimiento hallé la comodidad perfecta. “¿Pongo

música? Tengo de todo. Originales de María Melibrán,

Teresa Stratas, Renata Tebaldi y la Callas26, por

supuesto. Son mis preferidas. Ellas, y Celina

González27. ¿Cuál prefieres?” "Celina González no sé

quién es", dije con toda sinceridad y Diego se dobló de

la risa. La gente de La Habana cree que porque uno es

del interior se pasa la vida en guateques campesinos.

"Muy bien, muy bien. Te has ganado el honor de ser el

primero en escuchar un disco de la Callas que acabo de

recibir de Florencia, con su interpretación de La

Traviata28, de 1955, en la Scala de Milán29. Florencia,

de Italia, se entiende." Puso el disco y pasó a la cocina.

"¿Cuál es tu gracia? Yo me llamo Diego. Siempre me

hacen el chiste de Digo Diego30. Es como a Antón,

que le hacen el de Antón Pirulero31. ¿Tú cómo te

llamas?" “Juan Carlos Rondón, para servirte." Asomó

la cabeza. "Que mentiroso, villareño al fin. Te llamas

David. Yo lo sé todo de todo el mundo. Bueno, de la

gente interesante. Tú escribes.” Cuando vino con el

servicio de té tropezó y me derramó encima un poco

de leche. No se tranquilizó hasta que accedíº a

quitarme la camisa. La lavó en un dos por tres y la

tendió en el balcón junto a un mantónº de Manila que

también llevó del baño. Se sentó frente a mí, y colocó

sobre mis piernas un cartucho de chocolatines. "Por

fin podemos conversar en paz. Propón tú el tema, no

quiero imponerte nada." En lugar de responder, bajé la

cabeza y clavé la vista en una losetaº. “¿No se te ocurre

nada? Bueno, ya sé, te contaré cómo me hice

maricón.”

Le ocurrió cuando tenía doce anos y estudiaba en un

colegio de curas como internoº. Una tarde, no

recordaba por qué razón, necesitó encender una vela, y

como no encontraba fósforos pasó al dormitorio de

los alumnos del último nivel, entrando, sin darse

cuenta, por la parte de los baños. Allí, bajo la ducha,

desnudo, estaba uno de los basquetbolistas de la

escuela, todo enjabonadoº y cantando “Nosotros, que

nos queremos tanto, ¿debemos separamos?, no me

preguntes más...” “Era un muchacho pelirrojo, de pelo

ensortijadoº”, precisó con un suspiro, “con esa edad

que no son los catorce ni los quince. Un chorro de luz

que entraba de lo alto, más digno de los rosetones32 de

Notre Dame que de la claraboyaº de nuestro convento

de los Hermanos Maristas, lo iluminaba por la espalda,

sacando tornasoles de su cuerpo salpicado de

espuma.” El muchacho estaba excitado, añadió, tenía

agarrada la vergaº y era a ella a quien le cantaba, y

Diego quedó fascinado, sin poder apartar la vista del

otro, que lo miraba y se dejaba mirar. No hubo

palabras: el semidiós lo tomó del brazo, lo volteó

contra la pared y lo poseyó. “Regresé al dormitorio con

la vela apagada”, dijo, “pero iluminado por dentro, y

con el palpito de haber comprendido el mundo de

sopetónº.” El destino, sin embargo, le reservaba una

amarga sorpresa. Dos días después, al ir a prender otra

vela, se enteró de que su violador había muerto de una

patadaº en la cabeza; tratando de recuperar una pelota,

se había metido entre las patas del mulo que acarreaba

el carbón para la escuela, y este, insensible a sus

encantos, le propinó una coz fulminante. “Desde

entonces”, concluyó Diego mirándome, “mi vida ha

consistido en eso, en la búsqueda del ideal del

basquetbolista. Tú te le das un aire.”

Era obvio que conocía a la perfección la técnica de

despertar el interés de reclutas y estudiantes, y

también la de relajar a los tensos, como aclararía

después. Consistía esta última en hacemos oír o ver lo

que no queríamos oír ni ver, y daba excelentes

resultados con los comunistas, diría. Sin embargo, no

avanzaba conmigo. Yo había llegado, como los otros,

me había sentado en la butaca especial, como ellos,

pero, como ninguno, había clavado la vista en la loseta

y de allí no lograba despegármela. Se había sentido

tentado a mostrarme la revista porno que guardaba

para los más difíciles, o a brindarme de la botella de

Chivas Regal en la que siempre quedaban cuatro

dedos33 de cualquier ron, pero se contuvo, porque no

era eso lo que esperaba de mí; y al final de la tarde,

cuando comenzó a sentir hambre, comprendió que no

estaba dispuesto a compartir conmigo sus reservas, y

que no se le ocurría cómo dar por terminada la visita.

Se quedó callado, pensativo. Había deseado mucho

este encuentro, confesaría luego, desde que me vio por

primera vez en el teatro interpretando a Torvaldo.

Incluso lo había soñado y varias veces estuvo a punto

de abordarme en la calle Galiano, porque desde el

principio tuvo la intuición de nuestra amistad. Pero

ahora yo, tieso y mudo en el centro de la guarida, le

resultaba tan soso que empezó a creer que, como en

otras tantas ocasiones, había sido víctima de un

espejismo, de su propensión a adjudicarle

sensibilidad y talento a los que teníamos carita de yono-

fui34. Realmente le sorprendía y le dolía equivocarse

conmigo. Yo era su última carta, el último que le

quedaba por probar antes de decidir que todo era una

mierda y que Dios se había equivocado y Carlos Marx

mucho más, que eso del hombre nuevo35, en quien él

depositaba tantas esperanzas, no era más que poesía,

una burla, propaganda socialista, porque si había algún

hombre nuevo en La Habana no podía ser uno de esos

forzudos y bellísimos de los Comandos Especiales,

sino alguien como yo, capaz de hacer el ridículo, y él se

lo tenía que topar un día y llevarlo a la guarida,

brindarle té y conversar; carajo, conversar, no estaba

siempre pensando en lo mismo, como me lo explicaría

en otra de sus peroratas. “Me voy”, dije yo por fin,

poniéndome de pie, y lo miré, nos miramos. Me habló

sin incorporarse de la silla. “David, vuelve. Creo que

hoy no me he sabido explicar. Quizás te he parecido

superfluo. Como todo el que habla mucho, hablo

boberías. Es porque soy nervioso, pero me he sentido

distinto conversando contigo. Conversar es

importante, dialogar mucho más. No tengas miedo de

volver, por favor. Sé respetar y medirme como

cualquier persona y puedo ayudarte muchísimo,

prestarte libros, conseguirte entradas para el ballet, soy

amiguísimo de Alicia Alonso36 y me gustaría

presentarte un día en casa de la Loynaz37, a las cinco de

la tarde, un privilegio que sólo yo puedo

proporcionarte. Y quisiera obsequiarte con un

almuerzo lezamiano38, algo que no ofrezco a todo el

mundo. Sé que la bondad de los maricones es de doble

filoº, como apunta el propio Lezama en alguna parte

de su obra, pero no en este caso. ¿Quieres saber por

qué me gusta hablar contigo? Corazonadas. Creo que

nos vamos a entender, aunque seamos diferentes. Yo

sé que la Revolución tiene cosas buenas, pero a mi me

han pasado otras muy malas, y además, sobre algunas

tengo ideas propias. Quizás esté equivocado, fíjate. Me

gustaría discutirlo, que me oyeran, que me explicaran.

Estoy dispuesto a razonar, a cambiar de opinión. Pero

nunca he podido conversar con un revolucionario.

Ustedes sólo hablan con ustedes. Les importa bien

poco lo que los demás pensemos. Vuelve. Dejaré a un

lado el tema de la mariconería, te lo juro. Toma, llévate

La guerra del fin del mundo, y mira, también Tres tristes

tigres39, eso tampoco vas a conseguirlo en la calle.”

“¡No!”, dije con una energía que lo asustó. “¿Por qué,

David, qué importancia tiene?” “¡No!”, y salí con un

Portazo.

Eso estuvo bien, me dije en la calle, aún con el portazo

en los oídos: ni quitarle los libros ni aceptarlos como

regalo. Y mi Espíritu, que dentro de mí había estado

todo el tiempo preocupado se relajó y comenzó a

experimentar cierto orgullo por su muchacho, que al

final-final no fallaba. Era lo que esperaba de mí, su

joven comunista que en las reuniones terminaba por

pedir la palabra y, aunque no se expresara bien, decía lo

que pensaba y ya Bruno lo había requerido dos veces.

Eso, con mi Espíritu, porque con mi Conciencia la

cosa no es tan fácil, y antes de llegar a la esquina pedía

que le explicara, pero despacio y bien, David Álvarez,

por qué, si era hombre, había ido a casa de un

homosexual; si era revolucionario, había ido a casa de

un contrarrevolucionario; y si era ateo, había ido a casa

de un creyente. Todo esto mientras yo avanzaba, subía

al ómnibus y asimilaba empujones. ¿Por qué delante

de mí se podía ironizar con la Revolución (tu

Revolución, David), y ensalzar el morbo y la

podredumbre sin que yo saliera al paso40? ¿No sentí el

carnet en el bolsillo, o es que solamente lo llevaba en el

bolsillo? ¿Quién eres realmente tú, muchachito? ¿Ya se

te va a olvidar que no eres más que un guajirito de

mierda que la Revolución sacó del fango y trajo a

estudiar a La Habana? Pero si una cosa he aprendido

en la vida es a no responderle a mi Conciencia en

situaciones de crisis. En cambio, la sorprendí al

bajarme en la Universidad, subir la escalinata a toda

prisa, buscar a Bruno, llevarlo a un rincón y

preguntarle qué se hace," a quién se le informa cuando

uno conoce a alguien que recibe libros extranjeros,

habla mal de la Revolución y es religioso. ¿Qué tal

ahora, Conciencia? A Bruno le pareció tan importante

el caso que se quitó los espejuelosº y me llevó a ver a

otro compañero, y en cuanto vi al otro compañero

tuve la certeza de que iba a meter la pata otra vez.

Tenía, como Diego, la mirada clara y penetrante, como

si ese día los de miradas claras y penetrantes se

hubieran puesto de acuerdo para joderme. Me pasó a

un despacho, me indicó una silla que no era vienesa ni

un carajo41, y me dijo que cantara. Le dije que nosotros

los revolucionarios siempre teníamos que estar alertas,

con la guardia en alto; y que por eso, por estar alerta y

con la guardia en alto, había conocido a Diego, lo

había acompañado a su casa y sabía de él lo que ahora

sabía. Enseguida me resultaron sospechosos sus libros

extranjeros y sus pullitasº. ¿Comprendía? O no

comprendía o el cuento no lo impactaba. Bostezó una

vez y hasta hojeóº unos papeles mientras simulaba

escucharme. Y ese es otro de mis problemas: me

pongo mal cuando alguien se aburre con lo que cuento

y entonces empiezo a manotear y agrego cualquier

cantidad de detalles. “El tipo es contrarrevolucionario”,

enfaticé. “Tiene contactos con

el agregado cultural de una embajada y le interesa

influir a los jóvenes.” “Es decir”, esperaba que dijera el

compañero, “que fuiste a casa del maricón

contrarrevolucionario y religioso porque siempre hay

que estar alertas, ¿no es así?” “Claro.” Pero no dijo eso.

Me miró con su mirada clara y penetrante y un

escalofrío me recorrió el espinazoº porque me pareció

adivinarº lo que iba a decir: “Qué miserable y

comemierdaº eres, chiquito, qué tronco de oportunista

engorda en ti42”. Pero no, tampoco dijo eso. Sonrió, y

me habló en un tono condescendiente, irónico o

afectuoso, a mi elección: “Sí, siempre hay que estar

alertas. ¿David te llamas, no? El enemigo actúa donde

menos uno se lo imagina, David. Averigua con qué

embajada tiene contactos, anota lo que pregunte sobre

movimientos militares y ubicaciónº de dirigentes, y nos

volveremos a ver. Ahora tienes esa tarea, ahora eres un

agente. ¿Okey?” Este es Ismael. Llegaremos a ser

amigos, a querernos como hermanos, y un día le

ofreceré un almuerzo lezamiano porque también en su

vida hubo una profesora de literatura.

Bajé la escalinata de la universidad

cinematográficamente: una marcha militar de fondoº y

yo descendiendo a toda prisa, y en lo alto, la bandera

de la estrella solitaria43, ondeando. Cuando llegué a la

Beca me di un baño de agua caliente y abundante,

mucha agua caliente y abundante cayéndome en la

cocorotinaº, hasta que sentí que la última angustia del

día se iba por el traganteº, y podría dormir. Pero para

cerrar el día en alto, decidí estudiar un poco y me tiré

en la cama. Ése fue mi error. Desde mi cama se ve el

mar, que estaba hermoso y tranquilo, de un azul

intenso, y el mar me hace un efecto terrible. Dentro de

mí, además de la Conciencia y el Espíritu, vive la

Contraconciencia, que es más hija de putaº todavía y

empezó a moverse y a querer despertar y hacer sus

preguntas, y con mi Contraconciencia sí que no

puedo. Una sola de sus preguntas me puede llevar

hasta el piso veinticuatro y tirarme de cabeza al vacío44.

Dejé el libro y ante el espejo del baño me dije:

“Cojones, me cago en la pinga”. Y le prometí a aquel

que me miraba que lo iba a ayudar, que bajo ninguna

circunstancia volvería a casa de éste, ni de ningún otro

Diego, por mamá.

No cumplí mi palabra, y Diego tampoco la

suya. “Los homosexuales caemos en otra clasificación

aún más interesante que la que te explicaba el otro día.

Esto es, los homosexuales propiamente dichos –se repite

el término porque esta palabra conserva, aun en las

peores circunstancias, cierto grado de recato–; los

maricones –ay, también se repite–, y las locas, de las

cuales la expresión más baja son las denominadas locas

de carroza. Esta escala la determina la disposición del

sujeto hacia el deber social o la mariconería. Cuando

la balanza se inclina al deber social, estás en presencia

de un homosexual. Somos aquellos –en esta categoría

me incluyo– para quienes el sexo ocupa un lugar en la

vida pero no el lugar de la vida. Como los héroes o los

activistas políticos, anteponemos el Deber al Sexo. La

causa a la que nos consagramos está antes que todo.

En mi caso, el sacerdocio es la Cultura nacional, a la

que dedico lo mejor de mi intelecto y mi tiempo. Sin

autosuficiencias, mi estudio de la poesía femenina

cubana del siglo XIX, mi censo de rejas y

guardavecinos45 de las calles Oficios, Compostela, Sol

y Muralla, o mi exhaustiva colección de mapas de la

Isla desde la llegada de Colón, son indispensables para

el estudio de este país. Algún día te mostraré mi

inventario de edificios de los siglos XVII y XVIII, cada

uno acompañado de un dibujo a plumilla del exterior

y partes principales del interior, algo realmente

importante para cualquier trabajo futuro de

restauración. Todo esto, así como mi papelería, entre la

cual lo más preciado son siete textos inéditos de

Lezama, es fruto de muchos desvelos, querido, como

lo es también mi estudio comparado de la jerga de los

bugarrones del Puerto y el Parque Central. Quiero

decir, que si me encuentro en ese balcón donde ondea

el mantón de Manila, estilográfica en mano, revisando

mi texto sobre la poética de las hermanas Juana y

Dulce María Borrero, no abandono la tarea aunque vea

pasar por la acera al más portentoso mulato de

Marianao y éste, al verme, se sobe los huevos. Los

Counterconscious)homosexuales de esta categoría no perdemos tiempo a

causa del sexo, no hay provocación capaz de

desviarnos de nuestro trabajo. Es totalmente errónea y

ofensiva la creencia de que somos sobornables y

traidores por naturaleza. No, señor, somos tan

patriotas y firmes como cualquiera. En una picha y la

cubanía, la cubanía. Por nuestra inteligencia y el fruto

de nuestro esfuerzo no corresponde un espacio que

siempre se nos niega. Los marxistas y los cristianos,

óyelo bien, no dejarán de caminar con una piedra en el

zapato hasta que reconozcan nuestro lugar y nos

acepten como aliado, pues, con más frecuencia de la

que se admite, solemos compartir con ellos una misma

sensibilidad frente al hecho social. Los maricones no

merecen explicación aparte, como todo lo que queda a

medio camino entre una y otra cosa; lo comprenderás

cuando te defina a las locas, que son muy fáciles de

conceptualizar. Tienen todo el tiempo un falo

incrustado en el cerebro y sólo actúan por y para él.

La perdedera de tiempo es su característica

fundamental. Si el tiempo que invierten en flirtear en

parques y baños públicos lo dedicaran al trabajo

socialmente útil, ya estaríamos llegando a eso que

ustedes llaman comunismo y nosotros paraíso. Las más

vagas de todas son las llamadas de carroza. A éstas las

odio por fatuasº y vacías, y porque por su falta de

discreción y tacto, han convertido en desafíos sociales

actos tan simples y necesarios como pintarse las uñas

de los pies. Provocan y hieren la sensibilidad popular,

no tanto por sus amaneramientos como por su

zoncera, por ese estarse riendo sin causa y hablando

siempre de cosas que no saben. El rechazo es mayor

aún cuando la loca es de raza negra, pues entre nosotros

el negro es símbolo de la virilidad. Y si las pobres viven

en Guanabacoa, Buenavista o pueblos del interior, la

vida se les convierte en un infierno, porque la gente de

esos lugares es todavía más intolerante. Esta tipología

es aplicable a los heterosexuales de uno y otro sexo. En

el caso de los hombres, el eslabón más bajo, el que se

corresponde con las locas de carroza y está signado por

la perdedera de tiempo y el ansia de fornicación

perpetua, lo ocupan los picha-dulce, quienes pueden ir a

echar una carta al correo, pongamos por caso, y en el

trayecto meterle mano hasta a una de nosotras, sin

menoscabo de su virilidad, sólo porque no pueden

contenerse. Entre las mujeres la escala termina

naturalmente en las putas, pero no en las que pululan

en los hoteles a la caza de turistas o cualesquiera otras

que lo hacen por interés, de las cuales tenemos pocas,

como bien dice la propaganda oficial, sino aquellas que

se entregan por el único placer, como acertadamente

dice el vulgo, de ver la leche correr. Ahora bien, tanto

las locas y los picha-dulce como las carretillas, existen

en este paraíso bajo las estrellas, y al decir esto no hago

más que suscribir lo que dijo un escritor inglés: ‘las

cosas desagradables de este mundo no pueden

eliminarse con mirar sencillamente hacia otra parte’.”

Y así, con este y otros temas, fuimos

haciéndonos amigos, habituándonos a pasar las tardes

juntos, bebiendo té en aquellas tazas que eran

valiosísimas, decía, y convertimos en algo sagrado los

almuerzos de los domingos, para los que reservábamos

los asuntos más interesantes. Yo andaba descalzo por

la guarida, me quitaba la camisa y abría el refrigerador a

mi antojoº, acto éste que en los provincianosº y los

tímidos expresa, mejor que ningún otro, que se ha

llegado a un grado absoluto de confianzaº y

relajamiento. Diego insistía en leer mis escritos, y

cuando por fin me atreví a entregarle un texto, me hizo

esperar dos semanas sin hacer comentarios, hasta que

por fin lo puso sobre la mesa. “Voy a ser franco.

Apriétate el cinturón: no sirve. ¿Qué es eso de escribir

mujicº en lugar de guajiro? Denota lecturas excesivas de

las editoriales Mir y Progreso46. Hay que comenzar por

el principio, porque talento tienes.” Y tomó en sus

manos las riendas de mi educación. “Léete –me decía

entregándome el libro– Azúcar y población en las

Antillas47”, y yo me lo leía. “Léete Indagación del choteo48”,

y yo me lo leía. “Léete Americanismos y cubanismos

literarios”, y yo me lo leía. “Léete Contrapunteo cubano del

tabaco y el azúcar49”, y yo me lo leía. “Éste lo forras con

una cubierta de la revista Verde Olivo50, y no le dejes al

alcance de los curiosos: es El monte51, ¿me entiendes? Y

para la lírica aquí tienes Lo cubano en la poesía52; y algo

que es oro molido: una colección completa de Orígenes,

como no la tiene ni el propio Rodríguez-Feo53. Ésa la

irás llevando número a número. Y aquí está, pero esto

sí que es para después, todo lo que hacemos no es más

que una preparación para llegar a ella, la obra del

Maestro54, poesía y prosa. Ven, ponle la mano encima,

acaríciala, absorbe su saviaº. Un día, una tarde de

noviembre, cuando es más bella la luz habanera,

pasaremos frente a su casa, en la calle Trocadero.

Vendremos de Prado, caminando por la acera opuesta,

conversando y como despreocupados. Tú llevarás

puesto algo azul, un color que tan bien te queda, y nos

imaginaremos que el Maestro vive, y que en ese

momento espía por las persianas. Huele el humo de su

tabaco, oye su respiración entrecortada55. Dirá: ‘Mira a

esa loca y su garzónº, cómo se esfuerza ella en hacerlo

su pupilo, en vez de deslizarleº un buen billete de diez

pesos en la chaqueta’. No te ofendas, él es así. Sé que

apreciará mi esfuerzo y admitirá tu sensibilidad e

inteligencia, y aunque sufrió incomprensiones, le

alegrará en particular tu condición de revolucionario.

Ese día le resultará más grataº su tarea de leer durante

media hora partes de su obra a los burócratas del

Consejo de Cultura que han sido destinados al reino de

Proserpina56, un auditorio bastante amplio, por cierto.”

En mapas desplegados por el piso, ubicábamos los

edificios y plazas más interesantes de La Habana Vieja,

los vitralesº que no se podían dejar de ver, las rejas de

entramadoº más sutil, las columnas citadas por

Carpentier57, y trozos de muralla de trescientos años de

antigüedad. Me confeccionaba un itinerario preciso

que yo seguía al pie de la letra, y regresaba,

emocionado, a comentar lo visto en la intimidad del

apartamento, cerrado a cal y canto, mientras

tomábamos champola, pru oriental o batido de

chirimoya58, y escuchábamos a Saumell59, Caturla60,

Lecuona61, el Trío Matamoros62 o, bajito, por los

vecinos, a Celia Cruz63 y la Sonora Matancera. En

cuanto al ballet, que era su fuerte, no me perdía una

función. Él siempre conseguía entradas para mí, por

muy difíciles que estuvieran, y en los casos

verdaderamente críticos, me cedía su invitación. En el

teatro no nos saludábamos aunque coincidiéramos a la

entrada o la salida, fingíamos no vernos, y nunca su

puesto quedaba cerca del mío. Para evitar encuentros,

yo permanecía en la sala durante los entreactos,

contando las vocales en los textos de los programas.

“Lo que más me maravilla de nuestra amistad –solía

decir– es que sé tanto de ti como al principio.

Cuéntame algo, viejo. Tu primera experiencia sexual, a

qué edad te empezaste a venir, cómo son tus sueños

eróticos. No trates de tupirme; con esos ojitos que

tienes, cuando te desbocas debes ser candela.” “¿Y

por qué –volvía a la carga en cuanto yo me entiesaba–,

ahora que somos como hermanos, no permites que te

vea desnudo? Te advierto, no puedo retener en la

memoria la figura de un hombre al que no le haya visto

la pirinola. Total, que me la imagino: la tuya debe ser

tiernaº como una palomita; aunque déjame decirte, hay

muchachos así de tu tipo, sensibles y espirituales, que

sin embargo, cuando se desnudan, se mandan

tremendo fenómeno.”

Para el almuerzo lezamiano me hizo venir de

cuello y corbata. El traje me lo prestó Bruno, que

además me obligó a aceptarle diez pesos, pensando que

llevaba una chiquita a Tropicana64. La calidad

excepcional del almuerzo, como decía el propio

Lezama en Paradiso, según supe después, se brindaba

en el mantel de encajes, ni blanco ni rojo, sino color

crema, sobre el que destellaba la perfección del

esmalte blanco de la vajilla con sus contornos de un

verde quemado. Diego destapó la sopera, donde

humeaba una cuajada sopa de plátanos. “Te he

querido rejuvenecer –dijo con sonrisa misteriosa–

transportándote a la primera niñez, y para eso le he

añadido a la sopa un poco de tapioca...” “¿Eso qué

es?” “Yuca, niño, no me interrumpas. He puesto a

sobrenadar unas rosetas de maíz, pues hay tantas cosas

que nos gustaron de niño y que sin embargo nunca

volvemos a disfrutar. Pero no te intranquilices, no es la

llamada sopa del oeste, pues algunos gourmets, en

cuanto ven el maíz, creen ver ya las carretas de los

pioneros rumbo a la California, en la pradera de los

indios sioux. Y aquí debo mirar hacia la mesa de los

garzones”, interrumpió su extraña recitación, que yo

aprobaba con una sonrisita bobaliconaº, pretendiendo

que lo seguía en el juego. “Troquemos –dijo

recogiendo los platos una vez que tomamos la

estupenda sopa– el canario centella65 por el langostino

remolón: y hace su entrada el segundo plato en un

pulverizado soufflé de mariscos, ornado en la superficie

por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro,

unidos por parejas, con sus pinzas distribuyendo el

humo brotante de la masa apretada como un coral

blanco. Forma parte también del soufflé el pescado

llamado emperador y langostas que muestran el

asombro cárdeno con que sus carapachosº recibieron

la interrogación de la linterna al quemarles los ojos

saltones.” No encontré palabras para elogiar el soufflé,

y esa incapacidad mía o de la lengua, resultó ser el

mejor elogio. “Después de ese plato de tan lograda

apariencia de colores abiertos, semejantes a un

flamígero66 muy cerca ya de un barroco, y que sin

embargo continúa siendo gótico por el horneo de la

masa y por alegorías esbozadas por el langostino,

remansemos la comida con una ensalada de

remolacha embarrada de mayonesa con espárragos de

Lubek; y atiende bien, Juan Carlos Rondón, porque

llega el clímax de la ceremonia.” Y al ir a trinchar una

remolacha, se desprendió entera la rodaja y fue a caer

al mantel. No pudo evitar un gesto de fastidio, y quiso

rectificar su error, pero volvió la remolacha a sangrar, y

al recogerla por tercera vez, por el sitio donde había

penetrado el trinchante se rompió la masa,

deslizándose; una mitad quedó adherida al tenedor, y la

otra volvió a caer al mantel, quedando señalados tres

islotes de sangría sobre los rosetones. Yo abrí la boca,

apenado por el incidente, pero él me miró con

regocijo: “Han quedado perfectas –dijo–, esas tres

manchas le dan en verdad el relieve de esplendor a la

comida”. Y casi declamando, agregó: “En la luz, en la

resistente paciencia del artesanado, en los presagios,

en la manera como los hijos fijaron la sangre vegetal,

las tres manchas entreabrieron una sombría

expectación”. Sonrió, y feliz y divertido, me reveló el

secreto: “Estás asistiendo al almuerzo familiar que

ofrece doña Augusta en las páginas de Paradiso,

capítulo séptimo. Después de esto podrás decir que

has comido como un real cubano, y entras, para

siempre, en la cofradía de los adoradores del Maestro,

faltándote, tan sólo, el conocimiento de su obra”. A

continuación comimos pavo asado, seguido de crema

helada también lezamiana, de la que me ofreció la

receta para que yo a mi vez la trasladara a mi madre.

“Ahora Baldovina tendría que traer el frutero, pero a

falta suya, iré por él. Me disculparás las manzanas y las

peras, que he sustituido por mangos y guayabas, lo que

no está del todo mal al lado de mandarinas y uvas.

Después nos queda el café, que tomaremos en el

balcón mientras te recito poemas de Zenea67, el

vilipendiado, y pasaremos por alto los habanos, que a

ninguno de los dos interesan. Pero antes –añadió con

súbita inspiración, cuando su vista tropezó con el

mantón de Manila–, un poco de baile flamenco –y me

deleitó con un vertiginoso taconeo que cortó de

repente–. Lo odio –dijo arrojando el mantón lejos de

sí–. No sé si un día me podrás perdonar, David.” Lo

mismo pensaba yo, que de repente empecé a sentirme

mal, porque mientras disfrutaba del almuerzo no pude

evitar que algunas de mis neuronas permanecieran

ajenas al convite68, sin probar bocado y con la guardia

en alto, razonando que las langostas, camarones,

espárragos de Lubek y uvas, sólo las podía haber

obtenido en las tiendas especiales para diplomáticos y

por tanto constituían pruebas de sus relaciones con

extranjeros, lo que yo debía informar al compañero,

que todavía no era Ismael, en mi calidad de agente.

Pasó el tiempo felizmente, y un sábado, cuando

llegué para el té, Diego sólo entreabrió la puerta. “No

puedes pasar. Tengo aquí a uno que no quiere que le

vean la cara y la estoy pasando de lo mejor. Regresa

más tarde, por favor.” Me fui, pero sólo hasta la acera

de enfrente, para verle la cara al que no quería que se la

vieran. Diego bajó enseguida, solo. Lo noté nervioso,

miró para uno y otro lado de la calle, y a toda prisa

dobló en la esquina. Me apuré y alcancé a verlo subir a

un carro diplomático semiocultoº en un pasaje. Tuve

que ocultarme tras una columna, porque salían

disparadosº. ¡Diego en un carro diplomático! Un dolor

muy fuerte se me instaló en el pecho. Dios mío, todo

era cierto. Bruno llevaba razón, Ismael se equivocaba

cuando decía que a esta gente había que analizarla caso

por caso. No. Siempre hay que estar alertas: los

maricones son traidores por naturaleza, por pecado

original. Y en cuanto a mí, de doblezº nada. Podía

olvidarme de eso y ser feliz: lo mío había sido puro

instinto de clase. Pero no alcanzaba a alegrarme. Me

dolía. Qué dolor da que un amigo te traicione, qué

dolor, por tu madre, y qué rabia descubrir que había

sido estúpido una vez más, que otro me manejó como

quisoº. Qué mal te sientes cuando no te queda más

remedio que reconocer que los dogmáticos tienen

razón y que tú no eres más que un gran comemierda

sentimental, dispuesto a encariñarte con cualquiera.

Llegué al Malecón, y como suele ocurrir, la naturaleza

se puso a tono con mi estado de ánimo: el cielo se

encapotó en un dos por tres, se escucharon truenos

cada vez más cerca, y en el aire empezó a flotar un aire

de lluvia. Mis pasos me llevaban directamente a la

universidad, en busca de Ismael, pero tuve la lucidez –

o lo que fuese, porque la lucidez en mí es un lujo difícil

de admitir–, de comprender que no resistiría un tercer

encuentro con él, con su mirada clara y penetrante, y

me detuve. El segundo había sido después del

almuerzo lezamiano, cuando necesité poner mi cabeza

en orden para que no me estallara. “Me confundí –le

dije entonces–, ese muchacho es buena persona, un

pobre diablo, y no vale la pena seguir vigilándolo.”

“¿Pero no decías que era un contrarrevolucionario? –

comentó con ironía–. Aun en este punto debemos

admitir que su relación con la Revolución no ha sido

como la nuestra. Es difícil estar con quien te pide que

dejes de ser como eres para aceptarte. En resumen...”

Y no resumí nada, no tenía aún confianza con Ismael

como para agregar lo que me hubiera gustado: “Actúa

como es, como piensa. Se mueve con una libertad

interior que ya quisiera para mí, que soy militante”.

Ismael me miraba y sonreía. Lo que diferenciaba las

miradas claras y penetrantes de Diego e Ismael (para

cerrar contigo, Ismael, porque éste no es tu cuento), es

que la de Diego se limitaba a señalarte las cosas, y la de

Ismael te exigía que, si no te gustaban, comenzaras a

actuar allí mismo, para cambiarlas. Es por esto que era

el mejor de los tres. Me habló de cualquier cosa, y al

despedirnos, me colocó una mano en el hombro y me

pidió que no nos dejáramos de ver. Entendí que me

liberaba de mi compromiso de agenteº y que

comenzaba nuestra amistad. ¿Qué pensaría ahora,

cuando le dijera lo que acababa de descubrir? Regresé

al edificio de Diego dispuesto a esperarlo el tiempo

necesario. Volvió en taxi en medio de un aguaceroº.

Subí tras él y entré antes de que pudiera cerrar la

puerta. “Ya el novio se fue –bromeó–. ¿Y esa cara?

¿No me irás a decir que estás celosito?” “Te vi cuando

subías a un carro diplomático.” No se lo esperaba. Me

miró sin color, se dejó caer en una silla y bajó la

cabeza. La levantó al rato, diez años más viejo.

“Vamos, estoy esperando.” Ahora vendrían las

confesiones, el arrepentimiento, las súplicas de perdón,

confesaría el nombre del grupúsculo

contrarrevolucionario y yo iría directamente a la

policía, iría a la policía. “Te lo iba a decir, David, pero

no quería que te enteraras tan pronto. Me voy.”

Me voy, en el tono en que lo había dicho

Diego, tiene entre nosotros una connotación terrible.

Quiere decir que abandonas el país para siempre, que

te borras de su memoria y lo borras de la tuya, y que, lo

quieras o no, asumes la condición de traidor. Desde un

principio lo sabes y lo aceptas porque viene incluido en

el precio de pasaje. Una vez que lo tengas en la mano

no podrás convencer a nadie de que no lo adquiriste

con regocijo. Éste no podía ser tu caso, Diego. ¿Qué

ibas a hacer tú lejos de La Habana, de la cálida

suciedad de sus calles, del bullicio de los habaneros?

¿Qué podías hacer en otra ciudad, Diego querido,

donde no hubiera nacido Lezama ni Alicia bailara por

última vez cada fin de semana? ¿Una ciudad sin

burócratas ni dogmáticos por criticar, sin un David que

te fuera tomando cariño? “No es por lo que piensas –

dijo–. Sabes que a mí en política me da lo mismo ocho

que ochenta. Es por la exposición de Germán. Eres

muy poco observador, no sabes el vuelo que tomó

eso69. Y no lo botaron a él del trabajo, me botaron a

mí. Germán se entendió con ellos, alquiló un cuarto y

viene a trabajar para La Habana como artesano de arte.

Reconozco que me excedí en la defensa de las obras,

que cometí indisciplinas y actué por la libre,

aprovechándome de mi puesto, pero, ¿qué? Ahora, con

esa nota en el expediente, no voy a encontrar trabajo

más que en la agricultura o la construcción, y dime,

¿qué hago yo con un ladrillo en la mano?, ¿dónde lo

pongo? Es una simple amonestación laboral, ¿pero

quién me va a contratar con esta facha, quién va a

arriesgarse por mí? Es injusto, lo sé, la ley está de mi

parte y al final tendrían que darme la razón e

indemnizarme. Pero, ¿qué voy a hacer? ¿Luchar? No.

Soy débil, y el mundo de ustedes no es para los débiles.

Al contrario, ustedes actúan como si no existiéramos,

como si fuéramos así solo para mortificarlos y

ponernos de acuerdo con la gusanera70. A ustedes la

vida les es fácil: no padecen complejos de Edipo, no

les atormenta la belleza, no tuvieron un gato querido

que vuestro padre les descuartizó ante los ojos para

que se hicieran hombres. También se puede ser

maricón y fuerte. Los ejemplos sobran. Estoy claro en

eso. Pero no es mi caso. Yo soy débil, me aterra la

edad, no puedo esperar diez o quince años a que

ustedes recapaciten, por mucha confianza que tenga

en la Revolución terminará enmendando sus torpezas.

Tengo treinta años. Me quedan otros veinte de vida

útil, a lo sumo. Quiero hacer cosas, vivir, tener planes,

pararme ante el espejo de Las Meninas71, dictar una

conferencia sobre la poesía de Flor y Dulce María

Loynaz. ¿No tengo derecho? Si fuera un buen católico

y creyera en otra vida no me importaba, pero el

materialismo de ustedes se contagia, son demasiados

años. La vida es ésta, no hay otra. O en todo caso, a lo

mejor es sólo ésta. ¿Tú me comprendes? Aquí no me

quieren, para qué darle más vueltas a la noria, y a mí

me gusta ser como soy, soltar unas cuantas plumas de

vez en cuando. Chico, ¿a quién ofendo con eso, si son

mis plumas?

Sus últimos días aquí no siempre fueron tristes.

A veces lo encontraba eufórico, revoloteandoº entre

paquetes y papeles viejos. Tomábamos ron y

escuchábamos música. “Antes de que vengan a hacer el

inventario, llévate mi máquina de escribir, la cocinilla

eléctrica y este abridor de latas. Le será muy útil a tu

mamá. Éstos son mis estudios sobre arquitectura y

urbanística: ¿muchos, verdad? Y buenos. Si no me

alcanza el tiempo, los envías anónimamente al Museo

de la Cuidad. Aquí están los testimonios sobre la visita

de Federico García Lorca72 a Cuba. Incluye un

itinerario muy detallado y fotografías de lugares y

personas con pies de grabados redactados por mí.

Aparece un negro sin identificar. Guarda para ti la

antología de poemas al Almendares73, complétala con

algún otro que aparezca, aunque ya el Almendares no

está para poemas. Mira esta foto: yo en la Campaña de

Alfabetización74. Y éstas son de mi familia. Me las

llevaré todas. Este tío mío era guapísimo, se atragantóº

con una papa rellena. Aquí estoy con mamá, mira qué

buena mozaº. A ver, ¿qué más quiero dejarte? Ya te

llevaste la papelería, ¿no? Los artículos que consideres

más potablesº envíalos a Revolución y Cultura75, donde

quizás alguien sepa apreciarlos; selecciona temas del

siglo pasado, pasan mejor. El resto entrégalo en la

Biblioteca Nacional, ya sabes a quién. Ese contacto no

lo pierdas, de vez en cuando llévale un tabaco y no te

ofendas si te dice algún piropoº, que él de ahí no pasa.

Te dejaré también el contacto con el Ballet. Y éstas,

David Álvarez, las tazas en que tanto té hemos bebido,

quiero dejártelas en depósito. Si algún día se presenta la

oportunidad, me las envías. Como te dije, son de

porcelana de Sèvres. Pero no es por eso, pertenecieron

a la familia Loynaz del Castillo y son un regalo. Bueno,

te voy a ser sincero, me las afané. Mis discos y libros

ya salieron, los tuyos te los llevaste y esos que quedan

ahí son para despistarº a los del inventario.

Consígueme un aficheº de Fidel con Camilo76, una

bandera cubana pequeña, la foto de Martí en Jamaica y

la de Mella77 con sombrero; pero rápido, porque es

para enviar por valija diplomática con las fotos de

Alicia en Giselle78 y mi colección de monedas y billetes

cubanos. ¿Quieres el paraguas para tu mamá, o la

capa?” Yo lo iba aceptando todo en silencio, pero a

veces me venía alguna esperanza y le devolvía las cosas:

“Diego, ¿y si le escribimos a alguien? Piensa en quién

pudiera ser. O yo voy y le pido una entrevista a algún

funcionario, tú me esperas afuera”. Me miraba con

tristeza y no aceptaba el tema. “¿No conoces a algún

abogado, uno de eso medio gusanos que quedan por

ahí? ¿O a alguien que ocupe un puesto importante y

sea maricón tapado? Le has hecho favores a

muchísima gente. Yo me gradúo en julio, en octubre ya

estoy trabajando, te puedo dar cincuenta pesos al mes.”

Me callaba cuando veía que se le aguaban los ojos,

pero siempre encontraba el modo de recuperarse. “Te

voy a dar el último consejo: pon atención a la ropa que

te pones. Tú no serás un Alain Delon79, pero tienes tu

encanto y ese aire de misterio que, digan lo que digan,

siempre abre las puertas.” Era yo quien no encontraba

qué decir, bajaba la cabeza y me ponía a reordenar sus

paquetes, a revisarlos. “¡No!, eso no, no lo

desenvuelvas. Son los inéditos de Lezama. No me

mires así. Te juro que jamás haré mal uso de ellos. Te

juré también que nunca me iría y me voy, pero esto es

distinto. Nunca negociaré con ellos ni los entregaré a

nadie que los pueda manipular políticamente. Te lo

juro. Por mi madre, por el basquetbolista, por ti, vaya.

Si puedo capear el temporal sin utilizarlos, los

devolveré. ¡No me mires así! ¿Crees que no

comprendo mi responsabilidad? Pero si me veo muy

apretado, me pueden sacar del apuro. Me has hecho

sentir mal. Sírveme un trago y vete.

A medida que se fue aproximando la fecha de la

partida, fue languideciendo. Dormía mal y adelgazó.

Yo lo acompañaba el mayor tiempo posible, pero me

hablaba poco, creo que a veces no me veía.

Acurrucado en la butaca de John Donne, con un libro

de poemas y un crucifijo en las manos, pues su

religiosidad se había exacerbado, parecía haber

perdido color y vida. María Callas lo acompañaba,

cantando bajito y suave. Un día se quedó (te quedaste,

Diego, no voy a olvidar esa mirada tuya), mirándome

con una intensidad especial. “Dime la verdad, David –

me preguntó–, tú me quieres, ¿te ha sido útil mi

amistad?, ¿fui irrespetuoso contigo?, ¿tú crees que yo le

hago daño a la Revolución?” María Callas dejó de

cantar. “Nuestra amistad ha sido correcta, sí, y yo te

aprecio.” Sonrió. “No cambias. No hablo de aprecio,

sino de amor entre amigos. Por favor, no les tengamos

más miedo a las palabras.” Era también lo que yo había

querido decir, ¿no?, pero tengo esa dificultad, y para

que estuviera seguro de mi afecto y de que, en alguna

medida, yo era otro, había cambiado en el curso de

nuestra amistad, era más el yo que siempre había

querido ser, añadí: “Te invito mañana a almorzar en El

Conejito80. Voy temprano y hago la cola. Tú sólo

tienes que llegar antes de las doce. Pago yo. ¿O

prefieres que venga a buscarte y vamos juntos?” “No,

David, no hace falta. Todo está bien como ha sido.”

“Sí, Diego, insisto. Sé lo que te estoy diciendo.”

“Bueno, pero al Conejito, no. En Europa me haré

vegetariano.” Y si lo que yo quería, o necesitaba, era

exhibirme con él, si eso me servía para ponerme en paz

conmigo o algo, bueno, concedido. Llegó al

restaurante a las doce menos diez, cuando el gentío se

apiñaba ante la puerta, bajo una sombrilla japonesa y

con un vestuario que permitía distinguirlo a dos

cuadras de distancia. Gritó mi nombre con los dos

apellidos desde la acera opuesta, agitando el brazo, que

se había llenado de pulseras. Cuando estuvo junto a

mí me besó en la mejilla y se puso a describirme un

vestido precioso que acababa de ver en una vidriera y

que me podía quedar pintado81; pero para sorpresa

suya y mía y de la cola defendí, con un énfasis que lo

opacó, otra línea de moda, porque eso tenemos los

tímidos, si nos destrabamos somos brillantes.

Celebramos, con el almuerzo, la eficacia de su técnica

para desalmidonar comunistas. Y pasando a mi

formación literaria, agregó otros títulos a la lista de mis

lecturas pendientes. “No olvides a la condesa de

Merlín82, empieza a investigarla. Entre esa mujer y tú se

va a producir un encuentro que dará qué hablar.”

Terminamos con el postre en Coppelia, y luego en la

guarida con una botella de Stolichnaya. Estuvo

maravilloso hasta que se acabó la bebida. “He

necesitado este vodka ruso para decirte las dos últimas

cosas. Dejaré para el final la más difícil. Creo, David,

que te falta un poco de iniciativa. Debes ser más

decidido. No te corresponde el papel de espectador,

sino el de actor. Te aseguro que esta vez te

desempeñarás mejor que en Casa de muñecas. No dejes

de ser revolucionario. Dirás que quién soy yo para

hablarte así. Pero sí, tengo moral, alguna vez te declaré

que soy patriota y lezamiano. La Revolución necesita

de gente como tú, porque los yanquis no, pero la

gastronomía, la burocracia, el tipo de propaganda que

ustedes hacen y la soberbia, pueden acabar con esto, y

sólo la gente como tú puede contribuir a evitarlo. No

te va a ser fácil, te lo advierto, vas a necesitar mucho

espíritu. Lo otro que debo decirte, deja ver si puedo,

porque se me cae la cara de vergüenza, sírveme el

poquito de vodka que queda, es esto: ¿recuerdas

cuando no conocimos en Coppelia? Ese día me porté

mal contigo. Nada fue casual. Yo andaba con

Germán, y cuando te vimos, apostamos a que te

traería a la guarida y te metería en la cama. La apuesta

fue en divisas, la acepté para animarme a abordarte,

pues siempre me infundiste un respeto que me

paralizaba. Cuando te derramé la leche encima, era

parte del plan. Tu camisa junto al mantón de Manila,

tendidos en el balcón, eran la señal de mi triunfo.

Germán, naturalmente, lo ha regado por ahíº, y más

ahora que me odia. Incluso en algunos círculos, como

en los últimos tiempos sólo me dediqué a ti, me llaman

la Loca Roja, y otros creen que esta ida mía no es más

que un paripé, que en realidad soy una espía enviada a

Occidente. No te preocupes demasiado; que esa duda

flote en torno a un hombre, lejos de perjudicarlo, le da

misterio, y son muchas las mujeres que caen en sus

brazos atraídas por la idea de reintegrarlos en el buen

camino. ¿Me perdonas?” Yo guardé silencio, de lo que

él interpretó que sí, que lo perdonaba. “¿Ya ves?, no

soy tan bueno como crees. ¿Hubieras sido tú capaz de

una cosa así, a mis espaldas?” Nos miramos. “Bien,

ahora voy a hacer el último té. Después de eso te vas y

no vuelvas más. No quiero despedidas.” Eso fue todo.

Y cuando estuve en la calle, una fila de pioneros83 me

cortó el paso. Lucían los uniformes como acabados de

planchar y llevaban ramos de flores en la mano; y

aunque un pionero con flores desde hacía rato era un

gastado símbolo del futuro, me gustaron, tal vez por

eso mismo, y me quedé mirando a uno, que al darse

cuenta me sacó la lengua; y entonces le dije (le dije, no

le prometí), que al próximo Diego que se atravesara en

mi camino lo defendería a capa y espada84, aunque

nadie me comprendiera, y que no me iba a sentir más

lejos de mi Espíritu y de mi Conciencia por eso, sino al

contrario, porque si entendía bien las cosas, eso era

luchar por un mundo mejor para ti, pionero, y para mí.

Y quise cerrar el capítulo agradeciéndole a Diego, de

algún modo, todo lo que había hecho por mí, y lo hice

viniendo Coppelia y pidiendo un helado como éste.

Porque había chocolate, pero pedí fresa.

1 Coppelia: famosa heladería al aire libre en La Habana.

2 de qué pata cojeaba:

3 la Beca: residencia estudiantil en La Habana.

4 cojones…pinga: expresión de frustración muy vulgar.

5 se me...estómago: my stomach knotted up.

6 Mario Vargas Llosa (1936- ): quizás el autor más conservador del llamado “Boom” de la literatura

latinoamericana. La guerra del fin del mundo cuenta la historia de la rebelión antirrepublicana que

ocurrió en Brasil a finales del siglo XIX. El conservadurismo político de Vargas Llosa y sus críticas

del régimen castrista lo han convertido en una figura controvertida en Cuba.

7 nuestro...cultos: Our police are well-educated.

8 carnet rojo...: La posesión de este carnet indica la participación activa en la Unión de Jóvenes

Comunistas, un requisito para los que quieren mejorar sus posibilidades de procurar una posición

política como adulto en el Partido Comunista.

9 Galiano: calle en el Centro Habana.

10 Carlos Loveira (1882-1928): novelista y activista político cubano.

11 -ico is a common diminutive suffix in the Caribbean region.

12 Juan Goytisolo (1931- ): poeta y novelista español cuya homosexualidad y posición ideológica lo

obligaron a vivir exiliado durante el régimen del dictador Francisco Franco.

13 emulación interbecas: Concursos académicos entre escuelas forman un aspecto importante de la

educación cubana.

14 Casa de muñecas: obra de teatro escrita por el dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906). La

obra es una crítica de los papeles de género tradicionales en la sociedad victoriana.

15 José Martí (1853-1895): poeta y héroe nacional de Cuba que lideró la lucha por la independencia
contra España.

16 Swan Lake: el famoso ballet de Tchaikovsky tiene una visión del matrimonio mucho más

tradicional que la de Casa de muñecas.

17 Juana de Ibarbourou (1895-1979): escritora modernista uruguaya.

18 Mirta Aguirre (1912-1980): activista izquierdista de la Cuba precastrista y una figura importante del

ámbito literario y cultural después de la revolución.

19 lezamiano: admirador de José Lezama Lima (1910-1976), poeta y novelista cubano cuyo

extravagante estilo barroco lo convirtió en una de las figuras literarias más importantes de su

generación, y cuyos temas homosexuales lo ubicaron en una situación precaria con respecto a la

política cultural en Cuba, lo cual dificultó la publicación de su novela Paradiso.

20 UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción): entre 1965 and 1968 homosexuales y gente

de diversas religiones fueron detenidos en campos de trabajo forzado por su conducta e ideas

contrarrevolucionarias.

21 plastas...plafones: El narrador describe los adornos del techo, que le parecen excremento de vaca.

22 EFE: agencia noticiera española.

23 Radio Reloj: emisora de radio oficial del gobierno cubano.

24 John Donne (1572-1631): poeta y filósofo inglés.

25 Konstantinos Kavafis (1863-1933): este poeta greco-egipcio llegó a ser un icono de la cultura gay

en los años 60.

26 María Melibrán…la Callas: cantantes de ópera famosas.

27 Celina González: cantante de música campesina.

28 La Traviata: ópera de Giuseppe Verdi (1813-1901).

29 La Scala de Milán: famoso teatro de ópera en Milán, Italia. Es uno de los teatros más importantes

del mundo.

30 Digo Diego: dicho español que indica el deseo de modificar lo anteriormente dicho.

31 Antón Pirulero: rima infantil.

32 rosetones: circular stained glass windows found in gothic cathedrals.

33 cuatro dedos: amount equal in depth to the width of four fingers

34 yo no fui: “It wasn’t me.” Tener cara de yo no fui es parecer inocente.

35 El concepto del “hombre nuevo” viene del pensamiento de Ernesto ‘Che’ Guevara, y forma una

parte importante de la ideología de la Revolución. El hombre nuevo encarna los ideales del

marxismo: es abnegado, dedica su vida a la Revolución y su compromiso social le permite subordinar

sus ambiciones personales a las necesidades de la patria. Mejor dicho, sus ambiciones coinciden con

las de la Revolución.

36 Alicia Alonso (1921-): bailarina cubana y directora del Ballet Nacional

37 Dulce María Loynaz (1903-1997): importante poeta cubana que pertenecía a una vieja familia

aristocrática

38 almuerzo lezamiano: almuerzo descrito por Lezama Lima en su novela Paradiso.

39 Tres tristes tigres: experimental novel by Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), whose criticism of

the communist regime led to his exile and the banning of his works by the Cuban government.

40 ensalzar…al paso?: “extoll the sickness and corruption without me challenging it?”

41 ni un carajo: (malsonante) ni nada

42 ¿qué tronco…engorda en ti?: “what sort of opportunistic tree is growing up within you?

43 bandera de la estrella solitaria: la bandera cubana

44 tirarme...vacío: “throw myself headfirst into the void”.

45 guardavecinos: decorative ironwork used to divide balconies shared by multiple residents.

46 Mir y Progreso: editoriales rusas que publicaban libros en español.

47 Azúcar y población en las Antillas: libro de Ramiro Guerra (1880-1970), historiador y economista

cubano. El libro es una historia de la industria azucarera y su influencia en la formación de la

sociedad cubana.

48 Indagación del choteo: ensayo de Jorge Mañach (1898-1961), que investigó la sicología social cubana y

la identidad cultural.

49 Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar: estudio de Fernando Ortiz (1881-1969) que describe el

impacto de estos dos productos agrícolas en la cultura cubana.

50 Verde Olivo: la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

38

51 El monte: libro de Lydia Cabrera (1899-1991), antropóloga y etnográfica cubana. El monte, su obra

cumbre, se considera la “biblia” de la cultura afrocubana y de las ceremonias santeras.

52 Lo cubano en la poesía: importante ensayo de Cintio Vitier (1921- ), poeta y crítico cubano que

participó en la revista Orígenes, que se publicó entre 1944 y 1956. Llegó a ser una de las revistas más

importantes de la época, con colaboraciones no sólo de algunos de los mejores escritores cubanos

como Eliseo Diego y José Lezama Lima, sino también de algunas de las figuras literarias más

reconocidas en el ámbito internacional: Luís Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Carlos Fuentes y

Octavio Paz.

53 José Rodríguez-Feo (1920-1994): millonario que financió la revista Orígenes.

54 el Maestro: José Lezama Lima.

55 respiración entrecortada: Lezama sufría de asma.

56 Proserpina: reina de Hades, dios del inframundo.

57 Alejo Carpentier (1904-1980): escritor cubano que influyó en los autores del “Boom”. Inventó “lo

real maravilloso” que llegó a ser sinónimo del realismo mágico. La cita se refiere a su ensayo, La

ciudad de las columnas. Carpentier regresó a Cuba en 1959 para colaborar con el gobierno

revolucionario, después de vivir exiliado como consecuencia de su oposición activa a las dictaduras

de Machado y Batista.

58 champola…chirimoya: bebidas cubanas tradicionales

59 Manuel Saumell (1817-1870): pianista y compositor cubano, se conoce como “el padre de la danza

cubana.” Saumell fue instrumental en la formación de una música nacional cubana.

60 Alejandro García Caturla (1906-1940): compositor y juez cubano. Murió asesinado.

61 Ernesto Lecuona (1896-1963): músico cubano, considerado el compositor más importante de Cuba

en la primera mitad del siglo XX. Sus giras por Europa y EEUU popularizaron la música cubana en

el ámbito internacional. Se decepcionó con el régimen de Castro y se exilió a Tampa en 1960.

62 Trío Matamoros: una banda popular conocida por su fusión creativa del bolero y el son.

63 Celia Cruz (1925-2003): famosa cantante de salsa.

64 Tropicana: el cabaret más popular en La Habana durante la época prerrevolucionaria.

65 canario centella: Diego is quoting from Lezama Lima’s novel Paradiso. The “canary” is part of the

dinner conversation in which the novel’s characters were engaged.

66 flamígero: en la arquitectura, un doble arco puntiagudo con adornos intricados en forma de llamas.

67 Juan Clemente Zenea (1832-1871): poeta cubano que murió fusilado por el gobierno español por

su política nacionalista.

68 permanecieran ajenas al convite: “remained absent from the dinner party”.

69 vuelo…eso: “how that thing took off”

70 gusanera: los gusanos (worms) son los que han abandonado la patria y han traicionado a la

Revolución

71 Las Meninas: cuadro de Diego Velásquez en el que pintó a la familia real. La perspectiva es tal que la

imagen de los reyes aparece en un espejo, en el lugar donde el espectador esperaría ver su propio

reflejo.

72 Federico García Lorca (1898-1936): famoso poeta y dramaturgo español. Visitó La Habana en

1931, después de una estancia en Nueva York. Homosexual y liberal, murió fusilado por tropas

falangistas (partidarios del fascismo) tras volver a Granada, donde había nacido y donde había escrito

sus poemas más reconocidos.

73 Almendares: río que fluye por algunos de los barrios más pobres de La Habana. Hoy hay mucha

contaminación en el río.

74 Campaña de Alfabetización: “Literacy Campaign.” En 1961 se inició una campaña nacional para

erradicar el analfabetismo. Cuba llegó a tener una de las tazas de alfabetización más altas del mundo.

Esta campaña se considera uno de los grandes logros de la Revolución.

75 Revolución y Cultura: se autodenomina “la más prestigiosa y antigua revista cultural cubana.”

76 Camilo Cienfuegos (1932-1959): con Fidel Castro y Ernesto ‘Che’ Guevara, fue uno de los líderes

de la revolución cubana.

77 Julio Antonio Mella (19093-1929): revolucionario cubano considerado uno de los fundadores del

Partido Comunista Cubano. Su abuelo, Ramón Matías Mella, fue un héroe de la lucha

independentista dominicana.

78 Giselle: ballet francés. El papel de Giselle requiere una gran habilidad técnica.

79 Alain Delon (1935-): famoso actor francés.

80 El Conejito: restaurante en El Vedado cuya especialidad es el conejo.

81 podía quedarme pintado: “could fit me perfectly.”

82 María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, la condesa de Merlín (1789-1852): escritora cubana

que pertenecía a una familia aristocrática. Escribió en francés y en español.

83 pioneros: colegiales cubanos. Todos forman parte de la Unión de Pioneros de Cuba, unaasociación juvenil dedicada a la promoción de la moral socialista y el activismo político.

84 al próximo…espada

Acerca del autor:

Escritor y guionista, Senel Paz nació en Las Villas, Cuba en 1950 a una familia extremadamente pobre. A falta de hombres capaces de trabajar, su madre trabajaba de doméstica, ganando 15 pesos al mes, un sueldo que apenas les dejaba subsistir. Paz considera sus primeros años una época triste. Al triunfar la revolución, su vida mejoró sustancialmente, pues su madre obtuvo un trabajo mejor que les permitió salir de su extrema pobreza. En una entrevista con Iraida López, Paz reconoció que, a pesar de los avances económicos, “nunca dejamos de ser una familia muy humilde, al borde de la tragedia.”
Paz, hasta cierto punto, encarna el “hombre nuevo socialista” pues se educó bajo el sistema revolucionario. Fue la primera persona en su familia que terminó la enseñanza primaria y, en 1973, obtuvo su licenciatura en periodismo de La Universidad de La Habana. Paz atribuye el hecho de que sea escritor e intelectual a la política cultural de la Revolución. En este sentido, el personaje David refleja al autor, siendo “hijo de campesinos paupérrimos” que estudia en La Habana gracias a una beca del gobierno. Por otro lado, Paz, como Diego, experimentó algunos problemas con el sistema. Recién salido de la universidad, el joven Paz defendió a su amigo y mentor, Eduardo Heras León, cuando los escritos de éste fueron considerados contrarrevolucionarios. Heras León fue mandado a reeducarse en una fábrica de acero, y Paz fue expulsado de su organización juvenil y enviado a un lugar remoto de la isla a hacer periodismo, a pesar de haberse graduado con distinción.
Entre las obras de Paz se destacan El niño aquel, una colección de cuentos publicada en 1979 que obtuvo el Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la novela Un rey en el jardín y el cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, que en 1990 ganó el Premio Juan Rulfo de cuento. Actualmente trabaja como guionista de cine.

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