viernes, 30 de mayo de 2008

DROGAS, PROHIBICIONES Y DELIRIOS COLECTIVOS

En 1758, el doctor francés Simon-André Tissot, de reconocido prestigio en su tiempo y cuyas publicaciones eran ampliamente difundidas, escribió un libro, ‘Onanismo’, en el que describía cómo la masturbación, incrementando la presión sanguínea en el interior del cráneo, conducía a la locura y, en muchas ocasiones, a la muerte. Recogía en el libro infinidad de casos de locura, impotencia, debilidad extrema, ceguera, etc., producidos por la masturbación. El prestigio del Dr. Tissot provocó que la hipótesis de la extrema peligrosidad de la masturbación se aceptara rápidamente en todo el mundo a finales del siglo XVIII. En particular, a principios del siglo XIX, cuando la teoría médica del momento empezaba a descartar las fuerzas lunares y la posesión diabólica como causa de locura, la teoría de una causa fisiológica, influida por la presión sanguínea y relacionada directamente con la masturbación, fue recogida y ampliada con muchos más casos clínicos por un eminente especialista estadounidense, el Dr. Benjamin Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia Americana y uno de los autores de obras médicas más influyentes del siglo XIX. Rush afirmó que la masturbación “produce debilidad seminal, impotencia, micción dolorosa, tabes dorsal, consunción pulmonar, dispepsia, visión borrosa, vértigo, epilepsia, hipocondría, fatuidad y muerte” . La masturbación dejó de considerarse un vicio solitario y pasó a constituir una enfermedad por sí misma. Una enfermedad mental que justificó el encierro en ‘centros especiales’ de los onanistas descubiertos por sus familias. Se crearon asociaciones de Lucha contra la Masturbación, organizadas por médicos y apoyadas por las administraciones. Los manicomios se tomaron extremadamente en serio el problema de la masturbación, dado que su práctica entre los internos ponía en peligro toda actividad terapéutica siendo, de hecho, el origen de toda locura. El Dr. Alexander Robertson, de una institución mental de Indianápolis, reportaba: “Unos 100 de entre 330 pacientes recibían tratamiento especial […] Se da opio en grandes cantidades […] Muchos están tomando bromuro de potasio en dosis de 30 g.; no hay medicina como ésta, según la experiencia del Dr. Lockhart, para el control de la epilepsia y la represión del hábito de la masturbación” . Dada la imposibilidad de controlar los actos de los pacientes, y sumada ésta a la sana preocupación de los padres por la salud mental de sus hijos, la oficina de patentes americana registró decenas de inventos destinados a impedir el solitario entretenimiento. Basados en impulsos eléctricos, pinchos u otras atrocidades semejantes, tales chismes tenían en común el hecho de velar por la salud mental de quienes los usaban impidiéndoles tocar tan peligrosas partes de su anatomía. Y es que el problema trascendía ya a lo estrictamente sanitario. El hábito de la masturbación amenazaba a las mismas bases de la civilización. A mediados del siglo XIX, se escribía en el New Orleans Medical and Surgical Journal: “Ninguna plaga, ninguna guerra, ni la viruela, ni una multitud de males similares han resultado más desastrosos para la humanidad que el hábito de la masturbación: es el elemento destructor de la sociedad civilizada” . Con razonamientos médicos o religiosos, la superchería antimasturbación ha durado casi hasta nuestros días.

No hay comentarios: